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conclusión: «la imposibilidad de trabajar fuera de casa por culpa de que los servicios

de atención infantil están muy por encima de las posibilidades del presupuesto familiar

está condenando a cientos de miles de familias de mayor tamaño a vivir en la pobreza».

Cientos de miles de familias están ya condenadas a una vida de pobreza. Otros cientos

de miles más observan las dificultades de aquellas y toman nota.

En nuestra sociedad regida por el mercado, cualquier necesidad, deseo o carencia

tiene una etiqueta con un precio. Las cosas no deben tenerse hasta que no se hayan

adquirido, y adquirirlas significa que otras necesidades y deseos deben esperar. Los

niños no son una excepción (¿y por qué tendrían que serlo?, se preguntarán). Todo lo

contrario: pondrían más necesidades y deseos en lista de espera que casi ninguna otra

compra que ustedes pudiesen realizar (y sin saber realmente hasta cuándo). Tener un

hijo o una hija es como zambullirse de cabeza en una casa de juego clandestina en la

que debe entregar su futuro como rehén a la suerte o a las hipotecas sin tener la más

mínima idea de lo abultados que deberán ser los pagos de devolución del préstamo ni

cuánto tiempo le llevará reembolsarlo por completo. Uno firma un cheque en blanco y

se responsabiliza de tareas que desconoce y no puede prever. En ninguna parte está

fijado el precio total, ni están explicadas las obligaciones, ni existe una «garantía de

devolución de su dinero» si no queda plenamente satisfecho con el producto.

En nuestra sociedad de compradores y vendedores, esa lógica parece explicar de un

modo creíble el porqué de nuestros miedos y de nuestro desistimiento. Pero debemos

preguntarnos, de nuevo, ¿es esa la verdad? ¿Es esa toda la verdad? Y la respuesta, de

nuevo, es que no parece serlo. Cuanto más amplia es la imagen analizada, más motivos

tenemos para sospechar de que lo anterior no es cierto.

El Dr. John Marsden, experto en conductas adictivas, comentaba no hace mucho el

último descubrimiento médico en su campo, según el cual lo que nosotros, público

profano en la materia y desconocedor de la ciencia, llamamos «enamorarse» o «estar

enamorados» se reduce a una mera excreción de oxitocina, una sustancia química que

«hace que disfrutemos del sexo» [80] . «El cerebro», explicaba Marsden, «alberga

fábricas internas de droga. La atracción física provoca la liberación de unos cócteles

químicos que activan la dopamina, lo cual hace que nos sintamos extasiadamente

felices» cuando nos hallamos junto a la persona a la que amamos. El problema, no

obstante, es que la droga en cuestión se produce sólo durante un tiempo limitado, como

si hubiese sido diseñada por la naturaleza «para mantener a las personas juntas durante

el tiempo estrictamente necesario para tener múltiples relaciones sexuales, engendrar

un bebé y criarlo luego hasta que alcance unos niveles seguros de supervivencia». Pues,

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