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«quién es» y usted mismo sería incapaz de figurarse siquiera qué ingrediente
necesita obtener para confeccionarse una imagen externa acorde. La respuesta
cuando le preguntan sobre su identidad ya no puede ser «ingeniero de Fiat (o
de Pirelli)», o «funcionario», o «minero», o «gerente de tienda de Benetton»,
sino, como se describía en un anuncio reciente a una persona que llevaba el
prestigioso logotipo allí anunciado, alguien que «es un apasionado de las
películas de terror, bebe tequila, tiene una falda escocesa, es hincha del
Dundee United y aficionado a la música de los ochenta y a la decoración de
los setenta, es adicto a Los Simpson, cultiva girasoles, su color favorito es el
gris oscuro y habla con las plantas». En el número siguiente de aquella misma
revista, figuraba otra persona que llevaba el mismo logotipo: esta «toca la
gaita, tiene una serpiente en casa, adora las películas de Hitchcock, tiene
quince pares de vaqueros, continúa utilizando una máquina de escribir y lee
ciencia ficción». Ambos «certificados de identidad» llevan a la misma
conclusión: «todo está en el detalle». Ni que decir tiene que todos los
detalles allí enumerados y cualquier otro que pueda mencionarse pueden
adquirirse en las tiendas.
Los territorios de la construcción y reconstrucción de la identidad no son
los únicos conquistados por el síndrome del consumidor fuera de su reino de
calles y centros comerciales. Paulatina, pero inexorablemente, va
apoderándose de las relaciones y los vínculos interpersonales. ¿Por qué iban
a ser los nexos humanos la excepción al resto de las normas de la vida? Para
funcionar correctamente y proporcionar la satisfacción prometida y esperada,
las relaciones precisan de una atención constante y de un servicio entregado,
y cuanto más se prolongan, más difícil resulta mantener la concentración y
reunir el apoyo que necesitan. Los consumidores, acostumbrados a bienes de
consumo que envejecen deprisa y son pronto reemplazados, acaban
considerándolas un engorro y una pérdida de tiempo, pero, aunque, pese a
todo, decidan continuar con ellas, carecerán de las habilidades y los hábitos
necesarios. Los matrimonios —escribe Phil Hogan— siempre tuvieron sus
malas rachas y sus momentos de crisis, grandes o pequeños: pero, hoy en día,
la diferencia radica en «lo rápido que nos aburrimos de ellos. La famosa
crisis de los siete años ya es historia. Según los datos más recientes, el
tiempo óptimo para desanudar el nudo matrimonial ha pasado a ser de entre
18 meses y dos años» [70] . Y, según él mismo explica, «esta noticia
difícilmente nos sorprenderá. No sólo parece encajar bien con las nociones
de compromiso y tolerancia mutua actualmente imperantes (no se puede