Aurora Roja de Pio Baroja - Editorial Aldevara
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Pío <strong>Baroja</strong><br />
-¡Salud, compañera! -le dijo el Libertario estrechándole la mano.<br />
-¡Salud! -contestó ella riendo.<br />
-La conocemos a usted mucho -añadió el Libertario-;éste y su hermano<br />
no saben más que hablar <strong>de</strong> usted.<br />
La Salvadora sonrió y se turbó un tanto.<br />
-Y qué, ¿vas a hablar? -le preguntó Manuel al Libertario.<br />
Eso quieren; pero no me hace gracia. Si les pudiera convencer <strong>de</strong> que<br />
no... Yo no sirvo para orador.<br />
Luego se apoyó en una butaca, <strong>de</strong> espaldas al escenario, miró hacia<br />
atrás y añadió:<br />
-¡Qué pocos son los que tienen caras <strong>de</strong> persona!, ¿eh?<br />
La Salvadora y Manuel volvieron la cabeza. La verdad que ninguno <strong>de</strong><br />
los tipos tenía mucho que celebrar. Había rostros irregulares, angulosos,<br />
<strong>de</strong> expresión bruta(, frentes estrechas y <strong>de</strong>primidas, caras amarillas o<br />
cetrinas, mal barbadas, llenas <strong>de</strong> lunares; cejas torvas, bajo las cuales<br />
brillaba una mirada negra. Y sólo <strong>de</strong> trecho en trecho, alguna cara triste,<br />
plácida, <strong>de</strong> hombre ensimismado y soñador...<br />
-¡En qué pocas miradas hay algo <strong>de</strong> inteligencia, y, sobre todo, en qué<br />
pocas hay bondad! -añadió el Libertario-. Aires solemnes, graves, tipos<br />
<strong>de</strong> orgullosos y <strong>de</strong> farsantes... La verdad es que con esta raza no se va a<br />
ninguna parte. Bueno, me voy al escenario. ¡Salud, compañeros!<br />
-¡Salud!<br />
Estrechó la mano <strong>de</strong> la Salvadora, dio una palmada en el hombro <strong>de</strong><br />
Manuel y se fue.<br />
Se encendió la batería <strong>de</strong> las candilejas. El presi<strong>de</strong>nte, un viejo <strong>de</strong><br />
barba blanca, que estaba sentado entre Prats y un obrero enfermizo,<br />
pálido, <strong>de</strong> mirada vaga, hizo sonar la campanilla y se levantó. Dijo unas<br />
cuantas palabras, que no se oyeron, y concedió la palabra a uno <strong>de</strong> los<br />
oradores.<br />
Inmediatamente uno <strong>de</strong> los que se hallaban sentados en el fondo <strong>de</strong>l<br />
escenario avanzó hasta colocarse <strong>de</strong>lante <strong>de</strong> la mesa, llenó un vaso <strong>de</strong><br />
agua, bebió un sorbo y..<br />
-¡Compañeros! -dijo.<br />
A pesar <strong>de</strong> las amonestaciones <strong>de</strong>l presi<strong>de</strong>nte, que reclamó silencio, al<br />
orador no se le entendió gran cosa, parte por el ruido que el público hacía<br />
al entrar, y parte por la monotonía <strong>de</strong>l discurso, que <strong>de</strong>bía estar<br />
aprendido <strong>de</strong> memoria y recitado. Al terminar se le aplaudió y se fue.<br />
Después vino un viejecillo; cogió la botella muy pausadamente, llenó el<br />
vaso <strong>de</strong> agua, se caló unas antiparras, <strong>de</strong>jó sobre la mesa un paquete <strong>de</strong><br />
periódicos y comenzó a hablar.<br />
Era, sin duda, el compañero un señor muy metódico y pru<strong>de</strong>nte,<br />
porque no <strong>de</strong>cía una palabra sin referirse a lo que había publicado este<br />
o el otro periódico. A cada paso leía trozos con una lentitud <strong>de</strong>sesperante.<br />
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