Aurora Roja de Pio Baroja - Editorial Aldevara
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La lucha por la vida III. <strong>Aurora</strong> roja<br />
-Sí, mucho -contestó la Salvadora.<br />
-Pues que no trabaje tanto.<br />
Recetó el médico y se fue. Toda la noche estuvo la Salvadora al lado <strong>de</strong>l<br />
enfermo. A veces Manuel la <strong>de</strong>cía:<br />
-Acuéstate -pero estaba <strong>de</strong>seando que no lo hiciera.<br />
Le atendía la Salvadora con una solicitud <strong>de</strong> madre; se molestaba<br />
continuamente por él. Era pródiga <strong>de</strong> sus atenciones y avara <strong>de</strong> las<br />
ajenas. Manuel, hundido en la cama, la miraba, y cuanto más la miraba,<br />
creía encontrar en ella nuevos encantos.<br />
-¡Qué buena es! -se solía <strong>de</strong>cir a sí mismo-. La molesto a cada paso y<br />
no me odia. -Y este pensamiento <strong>de</strong> que era buena, le daba i<strong>de</strong>as<br />
fúnebres, porque pensaba qué sería <strong>de</strong> él si ella se casara. Era una i<strong>de</strong>a<br />
egoísta; nunca había sentido como entonces tanto miedo a morirse y a<br />
quedar <strong>de</strong>samparado.<br />
A los dos días, la Ignacia dijo que para que la Salvadora pudiese<br />
aten<strong>de</strong>r a sus quehaceres, lo mejor sería llamar a la mujer <strong>de</strong>l señor<br />
Canuto, una vieja emplastera, que asistiría muy bien a Manuel.<br />
Éste no replicó, pero mentalmente se <strong>de</strong>shizo en insultos contra su<br />
hermana; la Salvadora repuso que no había necesidad <strong>de</strong> traer a nadie,<br />
y Manuel se sintió tan emocionado, que las lágrimas le brotaron <strong>de</strong> los<br />
ojos.<br />
Se encontraba Manuel en un estado <strong>de</strong> impresionabilidad extraño; la<br />
cosa más insignificante le producía un arrebato <strong>de</strong> cariño o <strong>de</strong> odio.<br />
Entraba la Salvadora y mullía el almohadón o le preguntaba si<br />
necesitaba alguna cosa, e inmediatamente Manuel sentía un<br />
agra<strong>de</strong>cimiento tan gran<strong>de</strong>, que hubiera querido exponer su vida por<br />
ella; en cambio, venía la Ignacia y le <strong>de</strong>cía: «Hoy parece que estás mejor»;<br />
y sólo por esto, Manuel temblaba <strong>de</strong> ira.<br />
-Así <strong>de</strong>ben ser los perros, como yo soy ahora -pensaba algunas veces.<br />
A los seis días, Manuel se levantaba. Era el mes <strong>de</strong> agosto; solían estar<br />
las ma<strong>de</strong>ras <strong>de</strong>l balcón cerradas; por una rendija entraba un rayo <strong>de</strong> sol;<br />
nadaban en su luz los corpúsculos <strong>de</strong>l aire y pasaban las moscas,<br />
atravesando aquella barra <strong>de</strong> oro como gotas <strong>de</strong> un metal incan<strong>de</strong>scente.<br />
Se sentía la calma enorme <strong>de</strong> los alre<strong>de</strong>dores <strong>de</strong>solados, y en aquellas<br />
horas <strong>de</strong> siesta, venía <strong>de</strong> la tierra calcinada como un soplo <strong>de</strong> silencio;<br />
todo estaba aletargado; sólo se oía el lejano silbido <strong>de</strong> algún tren y el<br />
chirriar <strong>de</strong> los grillos...<br />
Los sábados invariablemente, por las mañanas, <strong>de</strong>bajo <strong>de</strong>l balcón en<br />
don<strong>de</strong> trabajaba la Salvadora, solía ponerse un ciego a cantar,<br />
acompañándose <strong>de</strong> una guitarra <strong>de</strong> son cascado, canciones antiguas.<br />
Era un ciego bien vestido, con gabán y sombrero hongo, que llevaba un<br />
perrillo blanco como guía. Solía cantar con muy poca voz, pero afinando<br />
siempre, aquella habanera <strong>de</strong> Una vieja: «¡Ay, mamá, qué noche<br />
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