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Pideme-lo-que-quieras-ahora-y-siempre-Megan-Maxwellcrispetes.cat_

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17<br />

Una tormenta toma el cie<strong>lo</strong> de Múnich y decidimos poner fin al día de compras.<br />

Cuando a las seis de la tarde Marta me deja en la casa, Eric no está. Simona me indica <strong>que</strong><br />

ha ido a la oficina, pero <strong>que</strong> no tardará en llegar. Rápidamente subo las compras a la<br />

habitación y las escondo en el fondo del armario. No quiero <strong>que</strong> las vea. Pero antes de<br />

cambiarme miro por la ventana. Diluvia y recuerdo haber visto junto a <strong>lo</strong>s cubos de basura<br />

al perro abandonado.<br />

Sin pensar<strong>lo</strong> dos veces, voy a la habitación de invitados y cojo una manta. Ya<br />

compraré otra. Bajo a la cocina, cojo un poco de estofado de la nevera, <strong>lo</strong> pongo en un<br />

recipiente de plástico, <strong>lo</strong> caliento en el microondas y salgo de la casa. Camino con gusto<br />

entre <strong>lo</strong>s árboles hasta llegar a la verja; la abro y me acerco a <strong>lo</strong>s cubos de basura.<br />

—Susto... —Le he bautizado con ese nombre—. Susto, ¿estás ahí?<br />

La cabeza de un delgado galgo co<strong>lo</strong>r canela y blanco aparece tras el cubo. Tiembla.<br />

Está asustado y, por su aspecto, debe de tener hambre y mucho..., mucho frío. El animal,<br />

rece<strong>lo</strong>so, no se acerca, y dejo el estofado en el sue<strong>lo</strong> mientras <strong>lo</strong> animo a comer.<br />

—Vamos, Susto, come. Está rico.<br />

Pero el perro se esconde y, antes de <strong>que</strong> yo le pueda tocar, huye despavorido. Eso<br />

me entristece. Pobrecito. Qué miedo tiene a <strong>lo</strong>s humanos. Pero sé <strong>que</strong> va a volver. Ya son<br />

muchas las veces <strong>que</strong> <strong>lo</strong> he visto junto a <strong>lo</strong>s contenedores de basura, y dispuesta a hacer<br />

algo por él, con unas maderas y unas cajas, levanto una especie de improvisada caseta en un<br />

lateral. En el centro de la caja meto la manta <strong>que</strong> llevo y el estofado, y me voy. Espero <strong>que</strong><br />

regrese y coma.<br />

Ya en la casa, subo de nuevo a mi habitación, me cambio de ropa y regreso al salón<br />

con la caja del árbol de Navidad. Flyn está jugando con la PlayStation. Me siento a su lado<br />

y dejo la enorme y co<strong>lo</strong>rida caja ante mis piernas. Seguro <strong>que</strong> eso llamará su atención.<br />

Durante más de veinte minutos <strong>lo</strong> observo jugar sin decir una sola palabra, mientras<br />

la puñetera música atronadora del videojuego me destroza <strong>lo</strong>s tímpanos. Al final, claudico y<br />

pregunto a voz en grito:<br />

—¿Te apetece poner el árbol de Navidad conmigo?<br />

Flyn me mira ¡por fin! Para la música. ¡Oh..., qué gusto! Después observa la caja.<br />

—¿El árbol está ahí metido? —pregunta, sorprendido.<br />

—Sí. Es desmontable, ¿qué te parece? —contesto, abriendo la tapa y sacando un<br />

trozo.<br />

Su cara es un poema.<br />

—No me gusta —afirma rápidamente.<br />

Sonrío, o le doy un pescozón. Decido sonreír.

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