<strong>de</strong> la propia historia, eso es lo único que voy a po<strong>de</strong>r <strong>de</strong>cir sobre la Eucaristía, aparte <strong>de</strong> que, para mí, es el centro <strong>de</strong> mi existencia. De todo lo <strong>de</strong>más en mi vida puedo prescindir tranquilamente. Ahora bien, la filosofía y la teología mo<strong>de</strong>rnas pue<strong>de</strong>n enseñamos muchas cosas sobre la diferencia entre «signo» (simple transmisión <strong>de</strong> <strong>un</strong> mensaje, como «Stop», o «Dentífrico Signal Plus») y «símbolo» (realidad más compleja que hace presente, o contiene, la verdad que com<strong>un</strong>ica, por ejemplo, el anillo <strong>de</strong> boda). Pues bien, en sentido teológico, los sacramentos son «símbolos» por los que Cristo está real y verda<strong>de</strong>ramente presente en medio <strong>de</strong> su pueblo, la Iglesia. Pero antes que esas distinciones, que no <strong>de</strong>jan <strong>de</strong> ser importantes, está el buen instinto <strong>católico</strong> que con tanta vehemencia <strong>de</strong>fendía Flannery O’Connor en el salón <strong>de</strong> Mary McCarthy. Si Mary McCarthy estaba en lo cierto, y la Eucaristía sólo representa a Cristo <strong>de</strong> manera <strong>un</strong> tanto mágica, Flannery O’Connor era plena y radicalmente ortodoxa cuando afirmaba: «Si no es más que <strong>un</strong> símbolo, a mi no me interesa». La imaginación católica, esa manera <strong>de</strong> ser que estamos explorando, es <strong>un</strong>a realidad muy seria. Un amigo mío, protestante evangélico, dijo <strong>un</strong>a vez a <strong>un</strong> amigo suyo <strong>católico</strong>: «Si yo creyera realmente, como tú dices que crees, que el propio Cristo está en el sagrario, me arrastraría <strong>de</strong> rodillas por toda la nave <strong>de</strong> la iglesia». Pero eso no es más que <strong>un</strong>a verdad a medias, porque la idiosincrasia católica nos enseña tanto el temor <strong>de</strong> Dios (en el sentido <strong>de</strong> vernos invadidos <strong>de</strong> respeto ante su majestad y misericordia) cuanto <strong>un</strong>a intimidad, e incluso <strong>un</strong>a familiaridad, con el Dios <strong>un</strong>o y trino, por medio <strong>de</strong> <strong>un</strong>a relación personal con Cristo, que es el núcleo mismo <strong>de</strong> la fe católica. Dentro <strong>de</strong> esos dos parámetros típicamente <strong>católico</strong>s, «intimidad y reverencia», está la convicción <strong>de</strong> que todo eso es <strong>un</strong>a realidad. El objeto es importante. Tú y yo somos importantes. Todo es importante. Y es que todo eso: tú, yo, nuestros amigos, nuestros adversarios, la persona con la que tropecé esta mañana en el Metro, la señora que dormitaba al lado <strong>de</strong> la calefacción durante el trayecto, toda la historia humana con sus locuras, su sinsentido, sus pesares, sus noblezas, sus <strong>de</strong>gradaciones y sus fascinaciones, todo es historia <strong>de</strong> Cristo, cargada <strong>de</strong> <strong>un</strong>a plenitud <strong>de</strong> amor y <strong>de</strong> verdad que sólo pue<strong>de</strong> venir <strong>de</strong>l que es el Amor y la Verdad personificada. Sólo pue<strong>de</strong> venir <strong>de</strong> Dios. Eso es lo que yo aprendí, al menos en términos <strong>de</strong> instinto, en aquellos días <strong>de</strong> intacta cultura católica en América. Yo aprendí entonces lo que Flannery O’Connor <strong>de</strong>nominó más tar<strong>de</strong> el «hábito <strong>de</strong> ser». Con todos sus oropeles, el m<strong>un</strong>do <strong>de</strong> <strong>un</strong> nihilismo complaciente en el que hemos crecido contempla el m<strong>un</strong>do en blanco y negro, sólo en dos dimensiones. En el m<strong>un</strong>do <strong>de</strong> <strong>un</strong> nihilismo complaciente sólo estoy yo. Se pue<strong>de</strong>n experimentar otros placeres fugaces que se gozan por <strong>un</strong> momento, pero pronto se olvidan, para pasar a <strong>un</strong> nuevo entusiasmo efímero, producto <strong>de</strong> mi propia obstinación. En contraste, la imaginación católica, como hábito <strong>de</strong> ser, nos enseña a contemplar el m<strong>un</strong>do en technicolor y vivirlo en tres dimensiones, o mejor dicho, en cuatro, porque también cuenta el tiempo, tanto para el catolicismo como para Einstein. Espero que estas cartas y nuestro recorrido por el m<strong>un</strong>do <strong>católico</strong> te ayu<strong>de</strong>n a adquirir ese hábito, el «hábito <strong>de</strong> ser», <strong>de</strong> ver las cosas en prof<strong>un</strong>didad, como son y para lo que sirven. Todo lo que existe posee <strong>un</strong>a razón <strong>de</strong> ser. Todo lo que ocurre tiene <strong>un</strong>a finalidad. Eso es lo que significa enten<strong>de</strong>r la historia como «historia <strong>de</strong> Dios». Ver las cosas en su verda<strong>de</strong>ra
dimensión forma parte <strong>de</strong> lo que significa ser <strong>católico</strong>. Y es que apren<strong>de</strong>r aquí a ver las cosas en su justa perspectiva es la única manera <strong>de</strong> llegar a ser capaz <strong>de</strong> ver –y amar– a Dios eternamente.
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