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El Rey del Invierno. - Gran Fratervidad Tao Gnóstica Espiritual

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CORNWELL, BERNARD CRÓNICAS DEL SEÑOR DE LA GUERRA, vol 1<br />

EL REY DEL INVIERNO<br />

de los gruesos árboles. <strong>El</strong> bosque era excelente, abundaban los corzos y los arroyos rápidos y<br />

fríos, que bajaban hacia el mar desde la elevada m<br />

Llegamos al lindero <strong>del</strong> páramo con el crep·sculo y, caída la noche, subimos por un camino de<br />

cabras hasta las alturas. Era un lugar misterioso. Allí había vivido el pueblo antiguo y todavía<br />

los de piedras. Las cimas estaban coronadas de<br />

roca y las hondonadas presentaban traicioneras zonas pantanosas por entre las que nuestro guía<br />

nos condujo sin yerro.<br />

Owain nos contó que las gentes <strong>del</strong> páramo se habían rebelado contra el rey Mordred y que su<br />

religión les enseñaba a temer a los hombres con escudos negros. Fue un cuento bien urdido, y<br />

tal vez me lo hubiera creído de no haber escuchado subrepticiamente su conversación de la<br />

víspera con el príncipe Cadwy. Owaín nos prometió oro si cumplíamos bie n nuestro deber y<br />

luego nos advirtió que la matanza de esa noche tendría que permanecer en secreto pues íbamos<br />

a infligir un castigo sin haber recibido órdenes <strong>del</strong> consejo. Durante el trayecto a los páramos,<br />

en la espesura de un bosque, encontramos un antiguo santuario construido bajo un robledal, y<br />

Owain nos hizo prestar juramento ante las calaveras cubiertas de musgo que ocupaban las<br />

hornacinas de la pared <strong>del</strong> santuario de guardar el secreto so pena de muerte. Abundaban en<br />

Britania antiguos santuarios ocultos -testigos de la extendida presencia de los druidas antes de<br />

la llegada de los romanos -, donde el pueblo acudía todavía a pedir ayuda a los dioses. Y aquella<br />

tarde, bajo los robles cubiertos de liquen y postrados de hinojos ante las calaveras, con una<br />

mano en la empuñadura de la espada de Owain, los iniciados en los secretos de Mitra recibieron<br />

el beso de Owain. Tras recibir tal bendición divina y pronunciar el juramento, proseguimos<br />

camino hasta la noche.<br />

Llegamos a un lugar extremadamente sucio. Las grandes hogueras de la fundición despedían<br />

chispas y humo hacia los cielos. Las cabañas se desparramaban entre las hogueras y alrededor<br />

de la gran boca negra por donde los hombres entraban a cavar las entrañas de la tierra. Había<br />

que parecían peñascos negros y el olor <strong>del</strong> valle no se parecía a<br />

nada que yo conociera; en verdad, a mi calenturiento parecer, más semejanza guardaba aquel<br />

pueblo minero de las tierras altas con el reino de Annawn, el otro mundo, que con cualquier<br />

aldea humana.<br />

Ladraron los perros al acercarnos, pero nadie en la aldea percibió el ruido que hacíamos. No<br />

había empalizada, ni siquiera un montículo de tierra a modo de protección. Había caballos<br />

enanos atados cerca de las hileras de carretas, y empezaron a relinchar cuando nos acercamos<br />

dando un rodeo por el valle, pero tampoco entonces salió nadie de las bajas cabañas a investigar<br />

la causa de su inquietud. Las cabañas eran cilíndricas, de piedra, con techumbre de turba, pero<br />

dos viejos edificios romanos, cuadrados, altos y sólidos.<br />

-A dos por cabeza, si no más -dijo Owain en un susurro, para recordarnos a cuántos debíamos<br />

matar cada uno-. Los esclavos y mujeres no cuentan. Sed veloces, matad rápidamente y cuidaos<br />

las espaldas. ¡Y no os separéis!<br />

Nos dividimos en dos grupos. Yo iba con Owain, cuya barba relucía con el reflejo de las llamas<br />

en los aros guerreros de hierro. Los perros ladraban, los caballos enanos relinchaban y,<br />

finalmente, un gallo cantó y un hombre salió de una cabaña a ver por qué estaban tan inquietos<br />

los animales, pero ya era tarde. La carnicería había comenzado.<br />

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