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El Rey del Invierno. - Gran Fratervidad Tao Gnóstica Espiritual

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CORNWELL, BERNARD CRÓNICAS DEL SEÑOR DE LA GUERRA, vol 1<br />

EL REY DEL INVIERNO<br />

amables palabras para el rey Tewdric antes de lanzarse de lleno a un discurso que sentaba la<br />

base <strong>del</strong> pensamiento cristiano con respecto al estado de Britania. Tiempo después comprendí<br />

que había sido una conferencia política, más que un verdadero sermón.<br />

La isla de Britania, dijo Sansum, era amada por Dios. Era una tierra especial, separada de otras<br />

y rodeada por un mar brillante que la defendía de pestilencias, herejías y enemigos. Britania,<br />

prosiguió, se veía favorecida además con la bendición de grandes gobernantes y poderosos<br />

guerreros, aunque en los últimos tiempos hubiera sido dividida por extranjeros, y sus campos,<br />

graneros y aldeas se hubieran alzado en armas. Los infieles sais, los sajones, estaban tomando<br />

la tierra de nuestros antecesores y devastándola. Los temibles sais profanaban las tumbas de<br />

nuestros padres, violaban a nuestras mujeres y sacrificaban a nuestros hijos, y esas cosas no<br />

podían permitirse, aseguraba Sansum, a menos que fueran voluntad de Dios, y ¿por qué habría<br />

Dios de volver la espalda a sus amados y favorecidos hijos?<br />

Porque esos hijos, dijo, se negaban a escuchar el mensaje divino. Los hijos de Britania seguían<br />

reverenciando la madera y la piedra. Aún existían los llamados bosques sagrados y seguían<br />

adornando sus santuarios con calaveras de muertos y empapándolos con sangre de sacrificios.<br />

Aunque semejantes cosas no se vieran en las ciudades, recalcó Sansum, pues la mayoría<br />

estaban habitadas por cristianos, la campiña, advirtió, estaba infestada de paganos. A pesar <strong>del</strong><br />

reducido número de druidas que quedaba en Britania, en todos los valles y tierras de labor había<br />

hombres y mujeres que actuaban como druidas, que sacríficaban seres vivos a la piedra inerte y<br />

que recurrían a encantamientos y amuletos para embaucar a las gentes sencillas. Hasta los<br />

cristianos, Sansum recrímínó a la congregación, llevaban a los enfermos a las brujas infieles y<br />

consultaban sus sueños con profetisas paganas, y mientras esas prácticas malignas continuaran<br />

sucediéndose, Dios seguiría maldiciendo a Britania con la violación, el asesinato y la presencia<br />

de los sajones. Se detuvo a tomar aliento y yo acaricié la torques que llevaba al cuello porque<br />

sabia que ese señor de los ratones que tanto despotricaba era enemigo de mi señor Merlín y de<br />

mi amiga Nimue. De pronto, a voz en grito y tambaleándose al borde de la mesa con los brazos<br />

ue habíamos pecado y que todos teníamos que arrepentimos. Los reyes de<br />

Britania, recalcó, tenían la obligación de amar a Cristo y a su bendita madre, y sólo cuando toda<br />

la raza britana se uniera en Dios, uniría Dios a toda Britania. Llegados a ese punto, empezaron a<br />

producirse señales de respuesta entre la muchedumbre; pedían acuerdo a voces exigiendo la<br />

muerte de los druidas y sus seguidores y suplicaban el perdón de su dios. Fue terrorífico.<br />

-Ven -me dijo Nimue en voz baja-, ya he oído bastante.<br />

Bajamos <strong>del</strong> pedestal y nos abrimos camino entre el gentío que llenaba el vestíbulo, bajo los<br />

pilares exteriores <strong>del</strong> salón. Para mi propia vergüenza, me embocé con la capa hasta la imberbe<br />

barbilla ocultando la torques y seguí a Nímue por los peldaños que llevaban a la espaciosa<br />

plaza, por doquier iluminada con antorchas. Una fina llovizna caía desde el oeste y hacia relucir<br />

las piedras de la plaza a la luz <strong>del</strong> fuego. Los guardias uniformados de Tewdric permanecían<br />

inmóviles en torno a la plaza. Nimue me condujo al mismo centro <strong>del</strong> amplio espacio, se<br />

detuvo y de repente rompió a reír. Primero un simple chasquear de la lengua, luego una risa<br />

sardónica que se convirtió en burla feroz, que a su vez pasó a ser un aullido desafiante que<br />

rebotó en los tejados de Glevum y elevó su eco a los cielos, para terminar en una carcajada<br />

estridente y demencial, salvaje como el grito de muerte de una bestia acorralada. Se giró, al<br />

lanzar la carcajada, en el sentido <strong>del</strong> sol, de norte a este, al sur y al oeste y de nuevo al norte, y<br />

ni un soldado movió un solo dedo. Algunos cristianos de los que se apiñaban en el pórtico <strong>del</strong><br />

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