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El Rey del Invierno. - Gran Fratervidad Tao Gnóstica Espiritual

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CORNWELL, BERNARD CRÓNICAS DEL SEÑOR DE LA GUERRA, vol 1<br />

EL REY DEL INVIERNO<br />

no alcanzaban su objetivo y, en cuanto al resto, él las desviaba despectivamente con la lanza o<br />

el escudo y luego se burlaba de los lanceros.<br />

-¿Quién os enseñó el oficio de lanceros? ¿Vuestras madres? -Escupió sobre el enemigo-.<br />

¡Acercaos, Gundleus! ¡Luchad conmigo! ¡Demostrad a vuestros friegaplatos que sois un rey, no<br />

Los de Siluria golpeaban los escudos con las lanzas para tapar las palabras de Owain y éste les<br />

dio la espalda en son de burla, y volvió despacio a nuestra fila de escudos.<br />

- -nos dijo en voz baja-. ¡Atrás!<br />

Entonces dos silurios arrojaron sus escudos y armas y se rasgaron las vestiduras para luchar<br />

desnudos. <strong>El</strong> que estaba a mi lado escupió.<br />

-Ahora se van a complicar las cosas -me advirtió sombríamente.<br />

A fe mía que los que se habían desnudado estaban borrachos, o tan intoxicados por los dioses<br />

que se creían a salvo de hojas enemigas. Ya había oído hablar de casos así y sabia que ese<br />

ñal para el ataque verdadero. Así la espada con fuerza y traté de<br />

jurar que moriría con honra, pero en realidad habría podido llorar de lástima por mi mismo. Me<br />

había hecho hombre ese día y ese mismo día moriría. Me reuniría con Uter y Hywel en el más<br />

y esperaría durante años y años de oscuridad a que mi alma encontrara otro cuerpo humano<br />

con que volver a este verde mundo.<br />

Los dos hombres se soltaron el cabello, tomaron las lanzas y las espadas y bailaron ante las<br />

filas de silurios. Iban aullando y ca lentándose, entrando paulatinamente en el frenesí de la<br />

batalla, ese estado de éxtasis ciego que permite a un hombre intentar lo imposible. Gundleus, a<br />

caballo bajo su enseña, sonreía a los dos hombres de cuerpos cubiertos de intrincados tatuajes<br />

azules. Los niños empezaron a llorar a nuestras espaldas y las mujeres convocaron a los dioses<br />

al ver que los enemigos bailaban cada vez más cerca, haciendo girar las lanzas y espadas al sol<br />

de la tarde. Esos hombres no necesitaban escudo, ropa ni armadura. Los dioses los protegían y<br />

su recompensa era la gloria; si conseguían acabar con Owain, los bardos cantarían su victoria<br />

durante años y años. Avanzaron flanqueando a nuestro campeón, cada uno por un lado; Owain<br />

sopesó la lanza preparándose para detener el ataque de los iluminados, que serviría además de<br />

señal de carga contra el enemigo.<br />

Y entonces sonó un cuerno.<br />

<strong>El</strong> cuerno dio una nota clara y fría como nunca antes oyera. Aquel cuerno poseía una pureza<br />

heladora y penetrante sin par en la tierra. Sonó una vez, luego otra, y la segunda hizo detenerse<br />

incluso a los danzarines desnudos, que se volvieron hacia levante, de donde provenía el sonido.<br />

Yo también miré hacia allí.<br />

¡Qué aturdimiento! Fue como sí un nuevo sol hubiera salido en ese día que ya terminaba. La luz<br />

rasgó el aire por encima de los prados y nos cegó, nos confundió, pero luego siguió<br />

extendiéndose y vi que no era sino el reflejo <strong>del</strong> verdadero sol en un escudo bruñido y<br />

abrillantado como un espejo. Y ese escudo lo sujetaba un hombre como no había visto otro en<br />

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