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El Rey del Invierno. - Gran Fratervidad Tao Gnóstica Espiritual

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CORNWELL, BERNARD CRÓNICAS DEL SEÑOR DE LA GUERRA, vol 1<br />

EL REY DEL INVIERNO<br />

-¿Algo más? -pregunté, pero Arturo no contestó porque los sajones acababan de aparecer por el<br />

luminoso horizonte <strong>del</strong> sol naciente.<br />

Marchaban en una larga fila al son de tambores de guerra, con los lanceros formados en orden<br />

de batalla, aunque con las armas empenachadas de hojas en señal de que no atacarían<br />

inmediatamente. Aelle iba al frente. Él fue el primero, de los dos que conocí, que se adjudicó el<br />

título de Bretwalda. <strong>El</strong> segundo vendría más tarde trayéndonos problemas más graves aún,<br />

aunque Aelle ya era trastorno suficiente. Era alto, con la cara aplastada y severa y ojos oscuros<br />

que no dejaban atisbar uno solo de sus pensamientos. Tenía barba negra, las mejillas señaladas<br />

por cicatrices de guerra y faltábanle dos dedos de la mano derecha. Vestía manto de paño negro<br />

con cinturón de piel, botas de cuero, yelmo de hie rro con cuernos de toro y, por encima un<br />

pellejo de oso que dejó caer a tierra cuando el calor <strong>del</strong> día se hizo excesivo para tan ostentosa<br />

prenda. Era su enseña un cráneo de toro impregnado de sangre clavado en una lanza sin más<br />

Formaban la tropa doscientos hombres, o tal vez algunos más, la mitad de los cuales llevaba<br />

perros atados con correas. Tras los guerreros avanzaba una horda de mujeres, niños y esclavos.<br />

Nos superaban largamente en número, pero Aelle había dado palabra de que estábamos en paz,<br />

al menos hasta que tomara una decisión con respecto a nuestro destino, de modo que sus<br />

hombres no se mostraron hostiles. Los guerreros se detuvieron al otro lado de la zanja que<br />

rodeaba el círculo y Aelle, acompañado por su consejo, un intérprete y un par de magos, se<br />

acercó al encuentro de Arturo. Los magos tenían el pelo de punta, se peinaban los mechones<br />

con excrementos para mantenerlos tiesos y vestían mantos harapientos de piel de lobo. Cuando<br />

giraban para pronunciar sus encantamientos, las patas, las colas y los hocicos de lobo se<br />

levantaban y dejaban al descubierto sus cuerpos pintados. Se acercaron recitando a voz en grito<br />

para anular cualquier posible encantamiento que hubiéramos lanzado contra su jefe. Nimue,<br />

acuclillada detrás de nosotros, entonaba fórmulas con que contrarrestar los efectos de los otros<br />

hechiceros.<br />

Los jefes se midieron mutuamente con la mirada. Arturo era más alto y Aelle más corpulento.<br />

<strong>El</strong> rostro de Arturo sorprendía, el de Aelle aterrorizaba. Era un rostro implacable, la cara de un<br />

hombre llegado de más allá <strong>del</strong> mar para forjarse un reino en tierra ajena, reino que iba<br />

consolidando con brutalidad salvaje y contundente.<br />

-Debería matarte ahora, Arturo -dijo-, y quedarme así con un enemigo menos que eliminar.<br />

Los magos, desnudos bajo las pieles apolilladas, se agacharon tras su señor. Uno masticaba<br />

tierra, otro hacia girar los ojos en las órbitas y Nimue, destapado el ojo vacio, les gruñía<br />

quedamente. La batalla entre los magos era una cuestión particular a la que ninguno de los dos<br />

jefes prestó atención.<br />

-Aelle, tal vez no esté lejos el día en que hayamos de enfrentamos en el campo de batalla -dijo<br />

Arturo-. Por el momento, te ofrezco la paz.<br />

Yo casi esperaba que Arturo se inclinara ante Aelle, que era rey, y de rango superior por tanto;<br />

sin embargo, le trató como a un igual y Aelle aceptó el tratamiento sin protestar.<br />

- -preguntó Aelle sin rodeos.<br />

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