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El Rey del Invierno. - Gran Fratervidad Tao Gnóstica Espiritual

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CORNWELL, BERNARD CRÓNICAS DEL SEÑOR DE LA GUERRA, vol 1<br />

EL REY DEL INVIERNO<br />

Vi muchas matanzas semejantes. En un poblado sajón habríamos incendiado las cabañas antes<br />

de comenzar a matar, pero el fuego no prendía en esos cilindros de piedra cruda y turba y<br />

hubimos de lanzarnos al asalto con picas y espadas. Cogimos leños encendidos de la hoguera<br />

más próxima y los arrojamos al interior de las viviendas antes de entrar, para tener alguna luz<br />

que nos alumbrara a la hora de matar, y en algunas ocasiones las llamas causaron alarma<br />

suficiente para que los habitantes salieran al exterior, donde les aguardaban las espadas que los<br />

descuartizarían como hachas de carnicero. Si el fuego no los obligaba a salir, Owain enviaba al<br />

interior a dos guerreros mientras los demás montaban guardia fuera. Temía que me llegara el<br />

turno, pero sabía que era inevitable y que no osaría oponerme a la orden. Me había<br />

comprometido por juramento a derramar la sangre de aquéllos; negarme habría supuesto<br />

sente ncia de muerte.<br />

Comenzaron los gritos. Las primeras cabañas no fueron difíciles, pues las gentes dormían o<br />

empezaban a despertarse, pero a medida que nos adentrábamos en la aldea encontrábamos más<br />

feroz resistencia. Dos hombres nos atacaron con hachas, pe ro fueron abatidos con desdeñosa<br />

facilidad por nuestros lanceros. Las mujeres huían con niños en los brazos. Un perro atacó a<br />

Owain y murió entre gemidos con el espinazo roto. Vi a una mujer corriendo, llevaba un niño<br />

en brazos y a otro, que sangraba, de la mano; de pronto me acordé de las palabras de Tanaburs<br />

cuando se marchó, que mi madre aún vivía. Me eché a temblar al darme cuenta de que el viejo<br />

druida me habría lanzado una maldición cuando amenacé con matarlo y, aunque la buena suerte<br />

mantuviera la ma ldición a raya, notaba su maléfica influencia acechándome como un enemigo<br />

desconocido en la oscuridad. Me toqué la cicatriz de la mano izquierda y rogué a Bel que la<br />

maldición de Tanaburs fuera destruida.<br />

-¡Derfel! ¡Licat! ¡A esa cabaña! - o, como buen soldado, obedecí la orden.<br />

Dejé caer el escudo, arrojé un madero encendido por la puerta y me agaché para pasar por la<br />

pequeña entrada. Los niños gritaron al yerme y un hombre semidesnudo se me echó encima con<br />

a un lado a la desesperada. Caí sobre una niña al embestir a su<br />

padre, lanza en ristre. La hoja resbaló entre las costillas <strong>del</strong> hombre, que habría caído sobre mi<br />

y me habría hundido el cuchillo en la garganta de no haber sido por Licat, que lo mató. <strong>El</strong><br />

hombre se dobló por la mitad aferrándose el vientre y ahogó un grito cuando Licat le arrancó la<br />

hoja <strong>del</strong> cuerpo para pasar a cuchillo a los llorosos niños. Salí fuera con la punta de la lanza<br />

manchada de sangre e hice saber a Owain que allí sólo había un hombre.<br />

-¡A<strong>del</strong>ante! -gritaba Owain-. ¡Por Demetia, por Demetia!<br />

Era el grito de guerra de aquella noche, el nombre <strong>del</strong> reino irlandés de Oengus Mac Airem,<br />

situado al oeste de Siluria. Todas las cabañas estaban ya vacías y empezamos a perseguir a los<br />

mineros por los oscuros recovecos <strong>del</strong> poblado. Los fugitivos huían en todas direcciones, pero<br />

algunos hombres se quedaron y presentaron batalla. Un grupo de valientes llegó a colocarse en<br />

ruda formación y nos atacaron con lanzas, picos y hachas, pero los hombres de Owain<br />

destruyeron la primitiva defensa con una eficacia pasmosa, aguantando a pie firme la embestida<br />

con los negros escudos y rompiendo después la formación de los atacantes con las lanzas y las<br />

espadas. Me encontraba entre soldados eficientes. Que Dios me perdone pero, aquella noche<br />

maté al segundo hombre de mi vida, y tal vez a un tercero. Al primero le atravesé la garganta<br />

con la lanza, al segundo se la clavé en la ingle. No saqué la espada, pues juzgué indigno <strong>del</strong><br />

arma de Hywel el propósito de esa noche.<br />

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