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El Rey del Invierno. - Gran Fratervidad Tao Gnóstica Espiritual

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CORNWELL, BERNARD CRÓNICAS DEL SEÑOR DE LA GUERRA, vol 1<br />

EL REY DEL INVIERNO<br />

rocas, comíamos mejillones y navajas o guisábamos las ratas que quedaban atrapadas en<br />

nuestra bodega, llena todavía de pellejos, sal y barriles de clavos. No nos moríamos de hambre.<br />

Diariamente tendíamos al pie de las rocas redes confeccionadas con ramas de sauce, y siempre<br />

nos proporcionaban algo de pesca menuda, aunque cuando bajaba la marea, los francos nos las<br />

destrozaban.<br />

Con la pleamar, las naves francas navegaban alrededor de la isla para recoger las redes tendidas<br />

más allá de la costa de la ciudad. La bahía era poco profunda y el enemigo<br />

fácilmente, de forma que podía romperlas enseguida con las lanzas. Una de esas naves<br />

embarrancó al volver a tierra firme y allí quedó, perdida a un cuarto de milla de la ciudad<br />

cuando bajó la marea. Culhwch ordenó un ataque rápido y treinta de nosotros bajamos a<br />

recoger las redes suspendidas de la pared rocosa. Los doce hombres de la tripulación de la nave<br />

huyeron tan pronto nos acercamos; en la nave abandonada encontramos un barril de pescado en<br />

salazón y dos hogazas de pan seco, que nos llevamos triunfantes a nuestra posición. Cuando<br />

subió la marea, trasladamos la embarcación a la ciudad y la amarramos a la sombra de nuestras<br />

murallas. Lanzarote vio nuestra desobediencia desde lejos, y aunque no nos hizo llegar su<br />

recriminación, la reina <strong>El</strong>aine exigió saber qué provisiones habíamos encontrado en la nave. Le<br />

hicimos llegar pescado seco, lo cual fue tomado como un insulto. Entonces Lanzarote nos acusó<br />

de habernos apoderado de la embarcación para abandonar Ynys Trebes y ordenó que la<br />

semos en el pequeño puerto de la bahía. En respuesta, subí hasta palacio y le exigí que<br />

defendiera con la espada tal acusación de cobardía. Le lancé el reto desde el patio de armas, a<br />

voz en grito, pero el príncipe y sus poetas permanecieron tras las puert<br />

Cuanto más desesperada se hacía la situación, mayor contento mostraba Galahad. Debíase su<br />

alegría en parte a la presencia de Leanor, la arpista que me saludara al llegar dos años antes, la<br />

misma que despertaba el deseo carnal de Galahad, según me confesó él mismo, es decir, la que<br />

Lanzarote tomara contra su voluntad. Galahad y ella cohabitaban en un rincón de la bodega.<br />

Teníamos mujeres con nosotros. Nuestra situación era tan desesperada que la propia<br />

desesperanza modificaba la conducta normal, de modo que vivíamos lo más intensamente<br />

posible, antes de morir, aquellas horas que dábamos por últimas. Las mujeres montaban guardia<br />

con nosotros y apedreaban a los francos cuando trataban de romper nuestras redes. Hacia<br />

tiempo que nos habíamos quedado sin lanzas, sólo teníamos las que habíamos traído a Benoic<br />

con nosotros, pues las reservábamos para el combate postrero. <strong>El</strong> puñado de arqueros no<br />

contaba sino con las flechas que los francos disparaban a la ciudad, arsenal que aumentó<br />

cuando el nuevo terraplén permitió al enemigo sítuarse a tiro de arco de la puerta principal de la<br />

ciudad. Al final <strong>del</strong> terraplén levantaron una barricada de paja desde la que los arqueros<br />

disparaban contra los defensores de las puertas. Los francos detuvieron en ese punto la<br />

construcción <strong>del</strong> terraplén, pues su única intención era salvar la distancia hasta el lugar<br />

apropiado para comenzar el asalto. Así pues, sabíamos que el ataque no tardaría en llegar.<br />

Cuando detuvieron las obras <strong>del</strong> terraplén era principios de verano. La luna estaba llena y<br />

provocaba mareas colosales. <strong>El</strong> terraplén estaba casi siempre anegado, pero cuando las aguas<br />

bajaban, una extensa playa se abría alrededor de Ynys Trebes, y los francos, que aprendían día<br />

s de los arenales, se esparcían por todas partes a nuestro alrededor. Sus<br />

tambores eran nuestra m·sica a todas horas y oíamos sus amenazas constantemente. Un día en<br />

que celebraron una festividad propia de sus tribus, en vez de atacarnos, encendieron grande s<br />

hogueras en la playa e hicieron desfilar una columna de esclavos hasta el final <strong>del</strong> terraplén; allí<br />

los decapitaron uno a uno. Eran esclavos britones en su mayoría, y algunos tenían parientes que<br />

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