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El Rey del Invierno. - Gran Fratervidad Tao Gnóstica Espiritual

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CORNWELL, BERNARD CRÓNICAS DEL SEÑOR DE LA GUERRA, vol 1<br />

EL REY DEL INVIERNO<br />

hubieron de contemplar su muerte desde la muralla de la ciudad, de suerte que algunos<br />

defensores de Ynys Trebes, espoleados por tan bárbara carnicería, precipitáronse por las puertas<br />

de la ciudad en un vano intento de rescatar a los desgraciados niños y mujeres. Los francos<br />

de batalla sobre la arena de la playa, pero los hombres<br />

de Ynys Trebes, enloquecidos por la ira y el hambre, cargaron. Bleiddig fue uno de ellos. Murió<br />

ese día, atravesado por una lanza franca. Los dumnonios permanecimos observando la retirada<br />

de los escasos supervivientes. No habríamos podido sino añadir nuestros propios cadáveres al<br />

montón de muertos. <strong>El</strong> cuerpo de Bleiddig fue desollado, destripado y empalado al final <strong>del</strong><br />

terraplén, de modo que hubimos de contemplarlo hasta la siguiente pleamar. <strong>El</strong> cuerp<br />

en la estaca aunque las aguas lo cubrieron por completo, y al día siguiente, al alba gris, las<br />

gaviotas se cebaron en la carne bañada en sal.<br />

-Teníamos que haber cargado con Bleiddig -me dijo Galahad apesadumbrado.<br />

-No.<br />

-Más hubiera valido morir como hombres frente al enemigo que de hambre aquí dentro.<br />

-Tendréis ocasión de enfrentaros al enemigo -le prometí, aunque tomé las medidas necesarias<br />

para ayudar a los míos en la derrota.<br />

Levantamos barricadas en los senderos que llevaban a nuestro sector para mantener a los<br />

francos a raya, si acaso entraban en la ciudad, mientras las mujeres escapaban por un sendero<br />

estrecho y rocoso que serpenteaba por un costado de la peña de granito hasta llegar a una<br />

pequeña hendidura de la costa noroccidental de la ínsula, donde habíamos escondido la nave<br />

capturada al enemigo. La hendidura no servía de amarradero, así que, para no dejar la<br />

embarcación a merced de las olas y el viento, que la habrían estrellado contra los riscos, la<br />

anclamos llenándola de piedras, de modo que quedaba bajo las aguas dos veces al día. Supuse<br />

que el enemigo atacaría durante la bajamar y di órdenes a dos de nuestros heridos de que la<br />

vaciaran y dejaran a flote tan pronto como comenzara el asalto. La idea de escapar en la nave<br />

era desesperada, pero infundió coraje a nuestra gente.<br />

No acudieron naves a rescatarnos. Una mañana divisamos una gran vela en el norte y corrió por<br />

la ciudad el rumor de que Arturo había llegado, pero la vela se alejó poco a poco hasta<br />

desaparecer en la calina estival. Estábamos solos. Durante la noche, cantábamos y contábamos<br />

historias antiguas y por el día observábamos el aumento de las bandas guerreras francas que<br />

iban reuniéndose en tierra firme.<br />

Iniciaron el asalto una tarde de verano, al final de la marea baja. Cayeron como un enjambre<br />

inmenso de hombres con corazas de cuero, yelmos de hierro y escudos de madera, que<br />

sostenían en alto. Cruzaron el terraplén, saltaron y subieron la suave cuesta de arena que<br />

llevaba a las puertas de la ciudad. Los que venían en cabeza transportaban un tronco<br />

descomunal a modo de ariete, con la cabeza curada al fuego y forrada de cuero, y los que<br />

corrían detrás llevaban escalas. Una horda llegó hasta nuestra muralla y fijó varias escalas.<br />

-¡Dejad que suban! -ordenó Culhwch a nuestros soldados. Esperó a que hubiera cinco hombres<br />

en una escala y arrojó entonces una gran piedra directamente a los travesaños. Los francos<br />

cayeron gritando. Una flecha alcanzó a Culhwch en el yelmo al asomarse a lanzar otra roca;<br />

on los muros o silbaron por encima de nuestras cabezas y una lluvia<br />

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