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El Rey del Invierno. - Gran Fratervidad Tao Gnóstica Espiritual

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CORNWELL, BERNARD CRÓNICAS DEL SEÑOR DE LA GUERRA, vol 1<br />

EL REY DEL INVIERNO<br />

Nabur, el magistrado cristiano de Durnovaria, alegando que el padre de Gyllad, antes de morir,<br />

le había prometido el cargo de guardián de su sobrina, y para conservar el regalo de Arturo<br />

hube de apostar a mis lanceros alrededor <strong>del</strong> patio. Llevaban todos los pertrechos bélicos y las<br />

puntas de sus lanzas brillaban de tan afiladas; su presencia convenc ió al tío y a sus aliados de<br />

que sería mejor no insistir en el pleito. Requirieron la presencia de la guardia de la ciudad, pero<br />

una mirada a mis veteranos les persuadió de que tenían trabajos más urgentes que atender.<br />

soldados que habían regresado se dedicaban al bandidaje<br />

en la pacífica ciudad, pero al no presentarse mis oponentes ante el tribunal de justicia, viose<br />

obligado a fallar el juicio a mi favor. Con el tiempo me enteré de que el tío de Gyllad había<br />

pagado a Nabur previamente para que dictara el veredicto contrario, mas nunca consiguió<br />

recuperar el dinero. Nombré mayordomo de Gyllad a uno de mis hombres, Llystan, que había<br />

perdido un pie en una batalla en los bosques de Benoic, y tanto él como la heredera y sus<br />

propiedades prosperaron.<br />

Arturo me hizo llamar a la semana siguiente. Nos reunimos a medio día en la sala de palacio<br />

donde comía con Ginebra. Ordenó que dispusieran un asiento y comida para mí. <strong>El</strong> patio<br />

exterior estaba atestado de personas con pleitos pe ndientes.<br />

-Pobre Arturo -comentó Ginebra-, apenas llega a casa de visita y ya se presentan todos con<br />

quejas sobre el vecino o con súplicas para que les reduzcan la renta. ¿Por qué no acuden a los<br />

magistrados?<br />

-Porque no tienen con qué sobornarlos -dijo Arturo.<br />

-O no son lo bastante poderosos como para rodear su casa de guerreros con cascos de hierro -<br />

añadió Ginebra con una sonrisa para demostrarme que no desaprobaba mí accion.<br />

No esperaba otra cosa, ya que era enemiga declarada de Nabur, caudillo de la facción cristiana<br />

<strong>del</strong> reino.<br />

-Un gesto espontáneo de apoyo por parte de mis hombres -dije desentendiéndome, y Arturo rió.<br />

Fue una comida agradable. Pocas ocasiones se me presentaban de estar a solas con Arturo y<br />

Ginebra, pero en esos contados momentos siempre comprobaba que ella le hacia feliz. Ginebra<br />

poseía un ingenio punzante <strong>del</strong> que Arturo carecía, aunque le gustaba, y usábalo con mesura,<br />

pues así lo prefería Arturo. Lisonjeaba a Arturo, mas también se prodigaba en buenos consejos.<br />

La constante dispos ición de Arturo a creer siempre lo mejor de los demás necesitaba la<br />

compensación <strong>del</strong> escepticismo de su esposa. Ginebra no parecía haber envejecido desde la<br />

última vez en que la viera tan de cerca, aunque sus ojos verdes de cazadora quizás habían<br />

adquirido una nueva sagacidad. No percibí signo alguno de su estado, el vestido verde claro<br />

caía liso sobre su vientre, ceñido con un cordón con borlas de oro a modo de cinto holgado.<br />

Llevaba al cuello la insignia <strong>del</strong> ciervo y la luna, por debajo <strong>del</strong> collar sajón con gruesos rayos<br />

de sol que Arturo le enviara desde Durocobrivis. Habíalo recibido con desdén cuando se lo<br />

presenté en su día, pero en ese momento lo llevaba con orgullo.<br />

Durante la comida conversamos sobre asuntos triviales. Arturo deseaba saber por qué los<br />

mirlos y los tordos dejaban de cantar en verano, mas ninguno conocíamos la respuesta, ni por<br />

qué los vencejos y las golondrinas desaparecían en invierno, aunque en una ocasión Merlín me<br />

contó que viajaban hasta una gran cueva en las tierras agrestes de<br />

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