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El Rey del Invierno. - Gran Fratervidad Tao Gnóstica Espiritual

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CORNWELL, BERNARD CRÓNICAS DEL SEÑOR DE LA GUERRA, vol 1<br />

EL REY DEL INVIERNO<br />

<strong>El</strong> <strong>Gran</strong> Consejo comenzó a media mañana, tras otra ceremonia de los cristianos. Celebraban<br />

ceremonias constantemente, me pareció, pues todas las horas <strong>del</strong> día parecían exigirles una<br />

genuflexión ante la cruz, pero el retraso dio tiempo a príncipes y guerreros para recobrarse de la<br />

bebida, las juergas y las peleas de la noche anterior. <strong>El</strong> <strong>Gran</strong> Consejo tuvo lugar en el mismo<br />

salón, que de nuevo estaba iluminado por antorchas, pues aunque el sol de primavera brillaba<br />

con esplendor, las escasas ventanas <strong>del</strong> recinto eran estrechas y estaban situadas en lo alto, más<br />

para dejar salir el humo, función que tampoco cumplían bien, que para permitir el paso de la luz<br />

<strong>del</strong> sol.<br />

Uter, rey supremo, se sentó en una plataforma que se elevaba por encima <strong>del</strong> estrado reservado<br />

a reyes, Edlings y príncipes. Tewdric de Gwent, anfitrión <strong>del</strong> Consejo, ocupó el lugar situado a<br />

los pies de Uter; a ambos lados de su trono había otros doce asientos, ocupados en ese día por<br />

los reyes o príncipes vasallos que rendían vasallaje a Uter o a Tewdric. Allí se encontraban el<br />

de Isca, el rey Melwas de los belgas y el príncipe Gereint, señor de las Piedras,<br />

mientras que el distante y salvaje reino de Kernow, en el extremo occidental de Britania, había<br />

enviado a su Edling, el príncipe Tristán, que ocupaba, envuelto en piel de lo bo, el extremo <strong>del</strong><br />

estrado donde quedaban vacantes dos sitiales.<br />

En realidad los sitiales no eran sino sillas traídas <strong>del</strong> salón <strong>del</strong> festín y hábilmente revestidas<br />

con telas; <strong>del</strong>ante de cada silla, colocados en el suelo y apoyados en la tarima, estaban los<br />

escudos de los reinos. En otro tiempo se apoyaban allí treinta y tres escudos, pero en ese<br />

momento las tribus britanas estaban enfrentadas unas con otras y algunos reinos habían<br />

desaparecido de Lloegyr bajo el acero sajón. Entre otras decisiones, en el pr esente Consejo se<br />

pretendía establecer la paz entre los reinos britanos que quedaban, una paz ya amenazada, pues<br />

Powys y Siluria no habían acudido al Consejo. Sus sitiales estaban vacíos, como mudos testigos<br />

de la sostenida enemistad de esos reinos hacia Gwent y Dumnonia.<br />

Ante los reyes y príncipes, y tras un pequeño espacio libre para quien hubiera de tomar la<br />

palabra, se encontraban los consejeros y primeros magistrados de los reinos. Algunos consejos,<br />

como los de Gwent y Dumnonia, eran multitudinarios, mientras que otros sólo reunían a un<br />

puñado de hombres. Los magistrados y consejeros se sentaron en el suelo y fue en ese momento<br />

cuando caí en la cuenta. La tierra estaba cubierta por miles de piedrecillas de colores que juntas<br />

formaban un dibujo de grandes proporciones, <strong>del</strong> que asomaban fragmentos por entre los<br />

traseros aposentados. Los consejeros se habían procurado mantas a modo de cojines, pues<br />

sabían que las <strong>del</strong>iberaciones <strong>del</strong> <strong>Gran</strong> Consejo podían alargarse hasta bien entrada la noche.<br />

onsejeros, presentes sólo en calidad de observadores, se encontraban los<br />

guerreros armados, algunos acompañados de sus perros de caza, bien sujetos a su lado. Me situé<br />

entre los guerreros por la sola autoridad que me concedía mi torques de bronce con la ca beza de<br />

Cernunnos.<br />

Dos mujeres asistían al Consejo, sólo dos, pero incluso tan modesta representación levantó<br />

murmullos de protesta entre los hombres, que, sin embargo, cesaron al primer destello de ira de<br />

los ojos de Uter.<br />

Morgana ocupó un puesto justo frente al rey supremo. Los consejeros se situaron alejados de<br />

ella, de modo que permaneció aislada en su sitio hasta que Nimue, cruzando la puerta <strong>del</strong> salón<br />

valientemente, se abrió camino entre los hombres sentados para colocarse a su lado. Nimue<br />

hizo su entrada con tan serena seguridad que nadie trató de detenerla. Una vez sentada, miró<br />

fijamente a Uter como retándole a que la expulsara, pero el rey hizo caso omiso de su<br />

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