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El Rey del Invierno. - Gran Fratervidad Tao Gnóstica Espiritual

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CORNWELL, BERNARD CRÓNICAS DEL SEÑOR DE LA GUERRA, vol 1<br />

EL REY DEL INVIERNO<br />

-¿Vamos a ganar la guerra? -me preguntó al cabo.<br />

-Si, señora.<br />

-Dime por qué -me ordenó, sonriendo por la seguridad que mostraba.<br />

-Porque Gwent defiende el norte inamovible como una roca, porque los sajones luchan entre si<br />

como nosotros y jamás se unen para atacarnos. Porque Gundleus de Siluria tiembla de pensar<br />

en otra derrota, porque Ca dwy es una babosa que sera aplastada tan pronto como tengamos<br />

tiempo que perder, porque Gorfyddyd sabe luchar pero no sabe dirigir un ejército, y por encima<br />

de todo, señora, porque tenemos al príncipe Arturo.<br />

-Bien -dijo, y se puso de pie; el sol traspasaba esa tenue enagua blanca-. Debes partir, Derfel.<br />

Ya has visto suficiente. -Enrojecí y Ginebra se rió -. ¡Busca un arroyo! -me dijo aún, al tiempo<br />

que yo salía por la cortina de la puerta -. Apestas como un sajón.<br />

Encontré un arroyo, me lavé, reuní a mis hombres y los llevé hacia el sur, hacia el mar.<br />

No me gusta el mar. Es frío y engañoso, sus cambiantes montañas grises llegan incesantes<br />

desde el lejano poniente, donde el sol muere a diario. Un marinero me contó que en algún lugar<br />

zonte se encuentra la fabulosa tierra llamada Lyonesse, que nadie ha<br />

visto y de la cual nadie ha regresado; así, se ha convertido en un refugio bendito para los<br />

marineros pobres; dicen que es una tierra de maravilla donde no existen la guerra ni el hambre<br />

y, sobre todo, una tierra sin naves que surquen el mar gris y grumoso ni rompan las crestas<br />

blancas que el viento arrastra azotando las laderas gris verdosas que zarandean sin piedad<br />

nuestras pequeñas naves de madera. Veíase la costa de Dumnania verde como una esmeralda.<br />

No me había percatado de lo mucho que amaba esa tierra hasta que salí de ella por vez primera.<br />

Navegábamos en tres navíos con esclavos a los remos; cuando salimos <strong>del</strong> río empezó a soplar<br />

un viento de poniente; entonces recogieron los remos y las deshilachadas velas arrastraron las<br />

naves precipitándolas por los empinados costados de las olas. Muchos de mis hombres se<br />

marearon. Eran jóvenes, más jóvenes que yo en su mayoría, pues ciertamente la guerra es un<br />

juego de niños, pero había algunos mayores que yo. Cavan, el segundo en el mando, rozaba los<br />

cuarenta; tenía la barba entrecana y el rostro lleno de cicatrices. Era un adusto irlandés que se<br />

había puesto al servicio de Uter y no encontraba extraño hallarse ahora a las órdenes de un<br />

hombre que contaba la mitad de sus años. Me llamaba señor porque, sabiendo que procedía <strong>del</strong><br />

Tor, me tomaba por heredero de Merlín, o cuando menos por hijo encumbrado <strong>del</strong> mago<br />

engendrado de una esclava sajona. Creo que Arturo me dio a Cavan por si, debido a mí escasa<br />

edad, no lograba imponer la autoridad necesaria; pero, sinceramente, nunca tuve problemas<br />

para mandar a los hombres. Se les dice a los soldados cuál es su deber, se les da buen ejemplo,<br />

se les castiga si no cumplen debidamente y, por lo demás, se les premia con generosidad y se<br />

les conduce a la victoria. Mis lanceros eran todos voluntarios que iban a Benoic porque<br />

deseaban estar a mi servicio o, más probablemente, alentados por la perspectiva de ganar mejor<br />

botín y mayor gloria al sur <strong>del</strong> mar. Viajábamos sin mujeres, sin caballos y sin criados. Di<br />

libertad a Canna y la envié al Tor con la esperanza de que Nimue la cuidara, pero pensaba que<br />

no volvería a ver a mi pequeña sajona nunca más. Enseguida encontraría marido, mientras yo<br />

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