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El Rey del Invierno. - Gran Fratervidad Tao Gnóstica Espiritual

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CORNWELL, BERNARD CRÓNICAS DEL SEÑOR DE LA GUERRA, vol 1<br />

EL REY DEL INVIERNO<br />

perentoria que hubimos de partir todos antes de la cosecha sin posibilidad de elección. Salí con<br />

Arturo y Nimue, pues ésta se había empeñado en acompañarme a pesar de no est<br />

recuperada; pero por nada habría renunciado a la guerra que estaba a punto de comenzar.<br />

Partimos dos días después de Lughnasa y, tal vez como portentoso anuncio de lo que había de<br />

suceder, el cielo se cubrió de negros nubarrones cargados de lluvia.<br />

Los hombres a caballo, junto con los mozos, las mulas de carga y los lanceros de Lanval,<br />

aguardaban en el Fosse Way cuando Arturo cruzó el puente de tierra hacia Ynys Wydryn.<br />

Nimue y yo lo acompañábamos con mis seis lanceros como única escolta.<br />

hallarme de nuevo al pie de la alta roca <strong>del</strong> Tor, donde Gwlyddyn había reconstruido la casa de<br />

Merlín, idéntica al día en que Nimue y yo la abandonamos huyendo de la masacre de Gundleus.<br />

También la torre había sido levantada de nuevo, y me pregunté si sería una estancia para soñar,<br />

como la anterior, a la que llegaran los susurros de los dioses despertando ecos en la mente <strong>del</strong><br />

mago dormido.<br />

Pero nuestra mísion no estaba en el Tor, sino en la ermita <strong>del</strong> Santo Espino. Cinco de mis<br />

hombres quedaron a las puertas y Arturo, Nimue y yo entramos en el recinto vallado. Nimue se<br />

cubrió la cabeza con la capucha ocultando así el rostro y el parche de cuero que llevaba sobre el<br />

ojo. Sansum salió presuroso a recibirnos; parecía encontrarse en muy buena<br />

cuenta de su anterior caída en desgracia por provocar una malhadada revuelta en Durnovaria.<br />

Estaba más gordo de lo que yo recordaba y vestía una sotana negra nueva y una capelina<br />

ricamente bordada con cruces doradas y espinos plateados que le cubría casi la mitad de la<br />

vestidura negra. Sobre el pecho lucía una cruz de oro macizo, que pendía de una gruesa cadena<br />

<strong>del</strong> mismo metal, y una torques de oro le ceñía el cuello. Nos obsequió con una mueca que<br />

pretendía pasar por sonrisa en su cara de ratón, enmarcada por el hirsuto cepillo de pelo que<br />

rodeaba la tonsura.<br />

-¡Cuánto honor para nosotros! -exclamó, abriendo los brazos en gesto de bienvenida -<br />

honor! ¿Acaso podría albergar la esperanza, lord Arturo, de que vinierais a adorar al al<br />

¡Ved ahí el Santo Espino, recordatorio vivo de las espinas con que fue coronado para redimir<br />

nuestros pecados con su calvario!-. Señaló el mustio arbolillo de tristes hojas. Un grupo de<br />

peregrinos congregados en torno al arbusto había cubierto las raquíticas ramas de ofrendas<br />

votivas. Al vernos se retiraron, sin percatarse de que el harapiento muchacho campesino que<br />

oraba con ellos era de los nuestros. Se trataba de Issa, a quien yo había enviado por <strong>del</strong>ante con<br />

unas monedas para la ermita -. ¿Un poco de vino, tal vez? -nos ofreció Sansum-. ¿Y comida?<br />

Comimos salmón frío, pan fresco y hasta unas fresas.<br />

-Vives bien, Sansum -le dijo Arturo mirando hacia la ermita.<br />

<strong>El</strong> santuario había crecido desde la última vez que estuviera en Ynys Wydryn. La iglesia de<br />

piedra había sido ampliada y habían levantado dos dependencias nuevas, un dormitorio para los<br />

monjes y una casa para Sansum. Ambos edificios eran de piedra con techumbre de tejas,<br />

recogidas en las villas romanas.<br />

Sansum levantó la mirada hacia los amenazadores nubarrones.<br />

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