Importancia de la viruela, gastroenteritis aguda y paludismo ... - Oulu

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A finales del siglo XVIII, en torno a los años de la Revolución Francesa, se va
produciendo un progresivo cambio de actitud. Las escuelas de medicina comenzaron a
plantearse que tal vez era posible romper con la barrera entre síntomas y cambios
anatómicos, siguiendo una enfermedad antes y después de la muerte del paciente. Esta
manera de pensar se vio reforzada por la llegada de la diagnosis física, que incorporaba
las invenciones de la percusión torácica y la auscultación. A comienzos de 1830 la
microscopia se incorpora a la diagnosis.
A partir de esta época empieza una especie de optimismo puesto que parece que todas
las enfermedades podrían comenzar a relacionarse con cambios anatómicos y a ser
detectadas con ayuda de distintos aparatos.
Con este cambio en la aproximación al diagnóstico se fueron alterando los nombres de
algunas enfermedades, que pasaron de ser una descripción del estado del paciente a un
término con implicaciones anatómicas, por ejemplo, la tisis comenzó a llamarse
tuberculosis.
Además en esta época los médicos comenzaron a darse cuenta de que no todos los
pacientes aquejados de una misma enfermedad mostraban los síntomas de la misma
manera, variando en intensidad y en la posible ausencia de algunos síntomas en ciertos
enfermos. A consecuencia de ello fue naciendo una aplicación matemática o estadística a
la medicina (Duffin 1999). La filosofía del conocimiento imperante pasó de ser el
sensualismo a ser el positivismo, que consideraba los hechos experimentales como la
única realidad aceptable por el conocimiento.
También se va experimentando un avance en la farmacología. Durante el periodo de
estudio puede decirse que médicos y pacientes se encontraban aún bastante indefensos
frente a las enfermedades, en los términos en los que podemos entenderlo hoy día.
Sustancias tales como mercurio, sulfuro y antimonio eran las drogas utilizadas a finales
del renacimiento. Acompañadas con sangrías y purgas, además del uso de otras
sustancias, constituían las principales armas de los médicos de la época hasta finales del
siglo XVIII. En el siglo XIX comienzan a purificarse sustancias provenientes de las
plantas, como la morfina a partir del opio o la quinina de la corteza del árbol de la quina,
que constituían remedios algo más seguros y efectivos que los de siglos anteriores. En
cualquier caso, los grandes avances en la farmacología no comenzaron a darse hasta el
advenimiento de la teoría bacteriológica (Duffin 1999).
El hombre aprendió a reconocer los microorganismos y parásitos responsables de las
enfermedades tan sólo en el siglo XIX (Vuorinen 2002). Aproximadamente en 1880
triunfa la teoría bacteriológica, gracias principalmente a los trabajos de Louis Pasteur,
Joseph Lister y Robert Koch. Los trabajos de Pasteur pusieron fin a la teoría de la
generación espontánea, los de Lister dieron origen a la antisepsia y los de Koch
terminaron con la teoría miasmática. Los de los tres, junto con los de muchos otros
marcaron el comienzo de una nueva etapa en la concepción de las enfermedades
infecciosas, de su origen, de su tratamiento y de su manejo en términos de salud pública.
Todo esto sucedió a finales del siglo XIX, aunque hubieron algunos precursores antes,
por ejemplo, en 1847 Ignaz Semmelweis introdujo el lavado de manos y de instrumentos
en una solución acuosa clorada para prevenir la fiebre puerperal, pero no publicó sus
resultados hasta 1860 (Duffin 1999).
Este tardío descubrimiento de los agentes causantes de las enfermedades infecciosas,
retardó el nacimiento de una salud pública efectiva. Medidas tales como las cuarentenas