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Alberto Fuguet - Mala Onda.pdf - Colegio

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Hay vendedores ambulantes que gritan y gente que acarrea bolsas llenas de fruta y víveres<br />

adquiridos en el Mercado Central, que se halla bastante cerca.<br />

Pero el monito —que viste un sombrero como el del botones, pero azul— golpea sin acusar<br />

recibo. El negocio no tiene nada que ver con el exterior. Es como entrar en un museo. El<br />

museo del sombrero, lleno de polvo y con olor a naftalina, a cuero y felpa. La vitrina es<br />

increíble porque hasta los precios parecen antiguos, escritos a mano, en pedacitos de cartón<br />

amarillentos.<br />

Me voy a comprar un sombrero, decido. Para eso tengo plata. Y harta. Inmediatamente<br />

después del desayuno, salí a la calle y respiré la niebla matinal que se había apoderado del<br />

Paseo Ahumada. La calle se veía repleta de gente y me emocionó eso de estar viviendo algo<br />

que no me corresponde, ya que esa hora, la mejor, la hora de los negocios y las<br />

transacciones, siempre transcurre cuando estoy en clases.<br />

En un quiosco pregunté dónde quedaba el Banco de Chile más cercano y me dijeron que en<br />

la otra cuadra. Y ahí estaba: imponente, con más facha de biblioteca que de banco. Entré<br />

por esas puertas giratorias y, una vez más, dejé atrás 1980 para incorporarme a un<br />

documental de la BBC sobre la quiebra de Wall Street o algo así.<br />

A diferencia de los demás bancos que había visto en mi vida, las cajas pagadoras estaban<br />

escondidas en una rotonda de madera tallada que me recordó un carrusel sin pintar. Más<br />

que un banco, la bóveda de mármol, con columnas y cristales, parecía una estación de<br />

trenes; en vez de depositar dinero, la gente que se acercaba a las<br />

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ventanillas parecía dispuesta a comprar boletos. Bajo un reloj inmenso con números<br />

romanos, una de las cajeras permanecía oculta tras una ventanilla con marco dorado. Me<br />

instalé detrás de un señor canoso con un terno lustroso de tan viejo. Pero antes de que me<br />

llegara el turno, abandoné la fila y di la vuelta completa al lugar. Las mujeres no son del<br />

todo de fiar, recordé. Son más suspicaces, con esa cosa maternal que les permite adivinar lo<br />

que no deben.<br />

Los tipos, en cambio, siempre se identifican con su prójimo, aunque lo odien. Así que seguí<br />

dando vueltas hasta que descubrí a un cajero muy joven, de ésos que no saben afeitarse<br />

porque simplemente no les sale barba. Había varias personas en su fila. Me puse al final.

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