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Alberto Fuguet - Mala Onda.pdf - Colegio

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de fútbol; era tarde, el sol estaba bajo y la luz era de un color parecido a mi estado de<br />

ánimo. En ese instante, con la brisa vagando por ahí y su pelo no muy largo reflejando el<br />

brillo de sus ojos, supe que ella era lo que yo deseaba, lo que deseaba pero nunca iba a<br />

alcanzar porque chicas como la Antonia no se fijan en tipos como yo. Definitivamente.<br />

O quizás sí. Es difícil saberlo. Uno no puede andar analizándolo todo ni menos expresando<br />

lo que siente, porque no hay onda más mala que decir «bueno, tú sabes que te amo», y que<br />

ella te diga «sí, yo te quiero mucho, pero como amigo».<br />

Qué horror.<br />

Definitivamente: yo antes no era así.<br />

—¿Qué piensas comprarte? —le digo.<br />

—Pantalones, creo. Vamos a FU's.<br />

Es obvio que algo le atraigo. Pero también le repelo. Y viceversa. Por eso somos el uno<br />

para el otro y por eso no pasa nada. Odio casi todo lo que hace, detesto cómo piensa, me<br />

deprimen su moral y su familia, me saca de quicio su cartuchismo, me fascina cómo le cae<br />

la ropa, me calienta su inteligencia. Y eso de que se niegue a cambiar de punto de vista, a<br />

aceptar que yo quizás tenga algo de razón. Su voz me deja gateando, lo reconozco, y su<br />

sonrisa, cuando está enojada, me trae los mejores recuerdos. Es mucho mayor de lo parece<br />

y sé que si nos casáramos, por ejemplo, jamás me abandonaría ni me sería infiel, tan solo<br />

dejaría de hablarme, de celebrar mis estupideces, me borraría de su mente y listo. No es<br />

tímida, sino demasiado segura de sí misma como para andar publicándolo. Su orgullo y su<br />

ego son tales que jamás va a reconocer su necesidad de afecto. O que echa de menos<br />

cualquier cosa. O que no se la puede sola.<br />

—¿Cómo me quedan?<br />

—¿Cómo crees? —le digo—. No soy el más objetivo.<br />

—No me jodas, ¿ya? ¿Están bien o muy apretados? Dime.<br />

—Están perfectos. En serio.<br />

—Bueno. Te creo.<br />

Cierra las cortinas y yo miro hacia General Holley. Miro las rubias pasar, cargando sus<br />

bolsas, lamiendo esos helados de máquina que ahora todo el mundo lame. Las cortinas no<br />

cierran del todo y alcanzo a verle algo de piel, una pierna; sabe que la estoy observando<br />

pero no parece importarle, hasta diría que le gusta. Eso es típico en ella: sí y no, recibir pero<br />

no dar, transformar todo —besos, miradas, regalos, confesiones, to-queteos— en<br />

accidentes, en casualidades que no merecen mayor análisis.<br />

—No se lo cuentes a nadie —me susurró una vez, después de darnos nuestro mejor beso, en la<br />

cocina de su casa, mientras preparábamos el té y yo molía una palta.

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