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Alberto Fuguet - Mala Onda.pdf - Colegio

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varias oportunidades. El otro día, incluso, me invitó al Sauna Mund. Le dije que no, por<br />

supuesto. Él jura que esto del empelotamiento es la máxima complicidad, como el mínimo<br />

grado de confianza al que puede aspirar un padre con su hijo. Quizás tenga razón, aunque a<br />

mí me parece sospechoso. En realidad, no tiene nada de malo. Cantidad de huevones frente<br />

a los cuales uno se ha duchado en un camarín u otros sitios y cero cuestiona-miento, cero<br />

urgimiento. Pero con mi viejo es distinto. No sé, es algo que me urge y me da lata. No<br />

soporto la idea. Es como si le entregara mi último secreto, como si lo acogiera de verdad.<br />

Hay cosas que uno tiene todo el derecho de guardarse, de no compartir con nadie. Mi viejo<br />

sueña con que yo me convierta en una vitrina donde él pueda reflejarse. Y si algo tengo<br />

claro es que ese placer no se lo voy a dar.<br />

Limpio el vaho del espejo y cacho que, con el golpe que me dio, me corté. Veo cómo la<br />

sangre se desliza por mi cuello, mezclándose con la espuma, cayendo gruesa y babosa al<br />

lavatorio lleno de agua.<br />

—¿Qué pasó? ¿Te vino la regla, huevón?<br />

Lo miro con mi peor mirada. Me arreglo la toalla lo más firmemente posible. Seguro que<br />

estoy rojo, avergonzado. Me enjuago bien la cara y me pongo un par-che-curita. Él se<br />

desliza fuera de su bata azul, de kara-<br />

teka, y se mete al jacuzzi, el que se trajo de Houston. El huevón se mantiene en forma, hay<br />

que reconocerlo. Siempre bronceado, cero grasa. Es un real exhibicionista. Yo duermo con<br />

piyama, él se pasea en pelotas por la casa, incluso frente a mis hermanas. Ellas le pellizcan<br />

el poto, se ríen, bromean a su costa.<br />

Cierro la puerta, escondo el vapor a mis espaldas y parto a mi pieza. Pongo el seguro, pero<br />

ni así me siento protegido. Mi padre siempre intenta hablarme de sexo, me regala condones,<br />

revistas porno, plata para putas, aunque nunca tan directo. Incluso una vez que estábamos<br />

en el centro, tomando un café en el Haití, mirando las minifaldas de las cafetineras, me<br />

invitó a una casa de masajes que conocía. Le dije que no. Jamás me lo perdonó, de eso<br />

estoy seguro. Partió solo. Quizás debí ir. Después, en la casa, me paró en un pasillo y me<br />

sacó en cara lo poco solidario que me había portado. «Me dejó seco», recuerdo que me dijo.<br />

Debe pensar que soy virgen o maricón. Siempre trata de parecer liberal y huevear. Ni idea<br />

de por qué lo hace. Ningún otro padre que conozco es así. La mayoría ni siquiera mira a sus<br />

hijos. El mío no para de hablarme. Suerte la mía.<br />

Me pongo una camisa a rayas y un FU's poco gastado que mi vieja me trajo a su regreso del<br />

viaje número cuatrocientos a Miami, y me siento a esperar. Finalmente aparece, todo<br />

perfumado de Azzaro, vistiendo un terno gris de Milán, con mil rayas, y una corbata guinda<br />

seca. Se ve bien, supongo. Salimos. En el ascensor empieza a pegarme en el hombro, a lo<br />

Rocky. Espera que yo también me largue a dar saltitos y pegarle combos, pero no le hago

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