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Alberto Fuguet - Mala Onda.pdf - Colegio

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Poblete reapareció casi de inmediato y me entregó una corbata de seda azul con pintitas<br />

rojas Givenchy y me dijo:<br />

—El baño está al fondo, joven.<br />

—Anda no más —me dijo mi abuelo—. Acá todos tienen que andar de corbata. Es el reglamento.<br />

Aquí no entran coléricos.<br />

Se rió como si hubiera sido muy cómico. Casi le digo que ya nadie usa la palabra colérico.<br />

Después pensé que era perder el tiempo y me callé.<br />

El baño era total, todo de mármol, y los lavamanos estaban en una sala distinta a la de los<br />

urinarios. Me saqué la chomba, me alcé el cuello y me hice un nudo casi perfecto. Decidí<br />

prescindir de la chomba, quedarme solo con mi chaqueta nueva. Después me encerré en una<br />

cabina, con una chapa a la antigua, y no pude sino darme el gusto de jalar ahí mismo, bajo<br />

ese techo histórico, donde tantos viejos famosos decidieron alguna vez los destinos del país.<br />

Era como ingresar sin permiso a La<br />

344<br />

345<br />

Moneda, pensé, y sobre la tapa del estanque blanco y reluciente dejé caer un buen poco del<br />

polvillo. Debe haber sido casi un gramo: fue un arrebato, un ataque de engolosinamiento.<br />

No tenía paja, así que enrollé el billete más nuevo que encontré y no me detuve hasta que<br />

mi nariz —y mi lengua y mis encías— estuvo lista para jubilar.<br />

Entonces volví al hall central; mi abuelo seguía hablando con el tal Poblete mientras comía<br />

una extraña bola de merengue, bañada en una salsa amarilla, cubierta de nueces<br />

perfectamente escogidas.<br />

—Come, que esto no se consigue en cualquier parte.<br />

Comí un poco, pero no sentí nada: estaba anestesiado por completo. Igual, la dulzura<br />

relajante del merengue y la fruta confitada consiguió neutralizar algo la amargura. Y me dio

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