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Alberto Fuguet - Mala Onda.pdf - Colegio

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y que se acabara el cuento. Pero no, tiene que alegar: que es poco natural, que igual es una forma<br />

de aborto y otras estupideces por el estilo. Yo, que de cartucha no tengo nada, le dije: «Mira,<br />

Judith, prefiero un miniaborto celular que<br />

tener que internarte en una clínica y pedirle el favor a algún médico conocido. Eso es<br />

mucho peor, te digo. Eso sí que es un trauma. Y te lo digo por experiencia. Así que si vas a<br />

estar de cacería, preferible que andes con escopeta». Hasta el día de hoy, no sé si me ha<br />

hecho caso.<br />

Miro a la Francisca y está pálida. Se produce un momento de silencio que solo se quiebra<br />

con el ruido de la puerta y el ingreso al comedor de la Carmen, con la bandeja repleta de<br />

bifes con espinacas y zanahorias.<br />

—Por suerte, en mi caso Matías es hombre. Así que, por mucho que meta las patas, a fin de<br />

cuentas no es problema mío.<br />

—Sí, de acuerdo, Rosario, pero... ¿y las niñitas?<br />

La tía Loreto es mucho más viva de lo que quiere hacernos creer. Y sabe mucho más de lo<br />

que debería. O lo intuye. O será que todo es tan obvio. Cuando se trata de temas de moral,<br />

gana siempre. Sus escándalos son públicos: nadie la puede criticar más. Eso le otorga una<br />

coraza. Y le permite disparar desde un pulpito. Si tiene una misión en la vida, es<br />

desenmascarar la verdad tal cual es.<br />

—Es una cuestión de educación, no más —le responde mi madre, algo ofendida.<br />

—¿Tú crees?<br />

La Francisca está notoriamente incómoda. Yo también. La Bea, por suerte, se limita a<br />

escuchar en la más morbosa. Miro a mi madre, me fijo en sus aros, pero ella me rehuye.<br />

Respiro hondo y me preparo para su respuesta. Diga lo que diga, no me va a sorprender:<br />

—Estoy segura. Es una cuestión de confianza, nada más. A mis hijas eso jamás les podría ocurrir.<br />

Sin querer, noto que mis ojos están clavados en la Francisca. Trato de enfocar a la Bea.<br />

—No hay que escupir al cielo, querida.<br />

Miro las espinacas. Nadie las ha probado. Quiero retirarme, decir «se me quitó el apetito»,<br />

encerrarme en mi pieza. De verdad no tengo hambre. Solo quiero irme, salir de allí.<br />

—Es verdad, tía —interrumpe la Francisca—. Es solo una cuestión de confianza.

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