Alberto Fuguet - Mala Onda.pdf - Colegio
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Ahora miro a la Francisca. La miro fijo. No puedo creerlo.<br />
—Claro —le digo—. Es una cuestión de confianza. De confianza y nada más.<br />
Me acerco a la orilla y miro hacia abajo. Ahí está todo Santiago: mi barrio, lleno de árboles<br />
y edificios blancos, con balcones y ventanales, el Club de Golf Los Leones, con sus<br />
trampas de arena, esa cicatriz que es la Avenida Kennedy, el hipermercado Jumbo, el cerro<br />
Calan y su observatorio plateado, la cordillera que termina abrupta y seca allá por donde<br />
vive Cox.<br />
—¿Seguimos?<br />
—Bueno, ya —le respondo. Si de mí dependiera, no le diría nada, después de lo que sucedió.<br />
Estamos en la cima del San Cristóbal, la Antonia y yo. En realidad, no estamos; ella está,<br />
yo no. O quizás es al revés: el que estoy acá arriba soy yo y ella es la que está en otra parte.<br />
Da lo mismo. A mí, al menos, me da lo mismo.<br />
Ahora vamos bajando, pero sin echar carreras. Ya no. Competencias de autoconfianza no<br />
son precisamente lo que necesito. Ella anda en su Torrot roja y yo en mi Benotto siemprefiel.<br />
Ella con unos calcetines largos, con bizcochos, que se ha puesto sobre los jeans<br />
celestes para protegerlos de la grasa de la cadena. Yo ando con un short. Me lo puse<br />
creyendo que hacía calor, pero a pesar del sol igual tengo un poco de frío. Estoy helado,<br />
más bien. Y triste. En esta parte del cerro el viento parece sureño: húmedo, frío, aromático.<br />
Es un auténtico bosque. Me gusta estar acá porque los árboles tapan la vista y si uno se<br />
concentra hasta podría creer que está en Caburga, o en Ensenada, o a un costado del lago<br />
Esmeralda. Pero para eso hay que estar concentrado. Y yo no lo estoy.<br />
O quizás lo estoy demasiado. Pero concentrado en otra cosa. En ella. Ella ocupa toda mi<br />
mente. Ocupa mi mente en mala. A veces la detesto. Ojalá no me ocurriera, pero no lo<br />
puedo evitar.<br />
Hace una hora —¿cuarenta minutos?— llegamos algo sudados, pero con ganas, hasta la<br />
piscina Tupahue. Fue una pedaleada rica, entretenida. Partimos de su casa, cruzamos el río<br />
y subimos por La Pirámide. En la piscina, volteamos las bicicletas, apoyándolas en el<br />
asiento y el manubrio. Después nos tendimos un rato en la ladera donde está esa especie de<br />
torreón español, junto a la Enoteca, que se supone es un museo o algo así. Nos recostamos<br />
en el pasto un poco mojado, como to-, dos los pastos de Chile, a tomar algo de sol.<br />
Mientras yo absorbía los rayos (débilísimos, comparados con los de lpanema), la Antonia<br />
jugueteaba con la rueda delantera de su media-pista. Con una mano la impulsaba y con la<br />
otra sujetaba un yuyo bastante grande y amarillento, sometiéndolo a la tortura de los rayos,<br />
que caían como guillotinas sobre él. Yo me estiré varias veces y puse cara de sueño, o de un