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Alberto Fuguet - Mala Onda.pdf - Colegio

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era verdad y parte del cuento estaba basado en lo que le pasó a un compadre del Craighouse.<br />

Puede ser. Hay tanta distorsión dando vueltas que a veces ni siquiera uno sabe en la<br />

que está metido.<br />

Mi carta, en comparación, era mucho más cartu-cha, pero más romántica, creo. Aunque no<br />

me la creí ni yo. Era sobre una tipa (la escribí como si yo fuera la mina) que amaba a su<br />

pololo por sobre todas las cosas (le puse Matías), pero que aún no se acostaba con él porque<br />

creía en la virginidad. Pues bien, su mejor amiga, que es algo «suelta», según sus cánones,<br />

ama a Matías. Es más, es el amor de su vida y por eso es tan suelta, anda con uno y con otro<br />

para tratar de olvidarlo (y eso que nunca lo ha tocado). La que escribe —firmé Antonia—<br />

está seriamente enrollada porque la madre de su amiga le confidencia, llorando, que Sara<br />

(la amiga, un homenaje al tema de Fleetwood Mac) tiene cáncer y está a punto de morir,<br />

aunque no se lo va a decir para que viva sus últimos días en la más completa de las<br />

felicidades. La duda de Antonia (que es católica y buena persona) es si abandonar a Matías<br />

(que obviamente se metería con Sara) para facilitarle el camino a su mejor amiga y<br />

permitirle que así conozca el verdadero amor, antes que sea demasiado tarde. Esa era la<br />

pregunta, el dilema, que solo Margara podía responder.<br />

Obviamente, no me contestó. Al Nacho, menos. Jamás fueron publicadas. Pero igual sigo<br />

leyendo su columna porque es divertida y uno nunca deja de sorprenderse o creer que tal o<br />

cual carta es de alguien que uno ubica (la tipa solo contesta las del barrio alto, me he dado<br />

cuenta). Como la carta de este último número, por ejemplo: una minita que no sabe si ir o<br />

no ir a un intercambio estudiantil. «Todos me dicen que los americanos son muy liberales y<br />

que voy a terminar dejando mi moral chilena de lado con tal de ser aceptada por mis<br />

compañeros de curso gringos, y eso me asus-ta.--» Debería responderla el Papelucho,<br />

pienso, que ya no se asusta con nada. La Antonia, estoy seguro, le diría que no fuera, que se<br />

quedara acá. Ella niega leer la ¡9 y la sección de la Margara, pero la lee como todos: me<br />

acuerdo de que estaba furia cuando supo de mi carta y que la había firmado «Antonia». Le<br />

parecía, lejos, lo más vil y último que le podían hacer. Desde entonces —me consta— lee a<br />

la Margara, aterrada de que la carta sea publicada con atraso y que su nombre (pero no su<br />

apellido) aparezca impreso.<br />

—¿Aló? Buenas... ¿Estará Antonia? —pregunto mientras amarro mis yellow-boots.<br />

—La señorita Antonia salió —me contesta la empleada a través del teléfono. La señal es pésima.<br />

—Ah... No llegó anoche... —¿Cómo no iba a llegar? Salió ahora. De tiendas,<br />

creo. ¿De parte de quién?<br />

—No, no importa... De Ricardo —miento. —Usted llamó ayer. Le di su recado, joven. —Gracias.<br />

¿Habrá ido a Providencia? —Parece que sí. Se iba a juntar con unas amigas. Pero vuelve a<br />

almorzar. Tarde, eso sí. A esa hora la puede llamar. El reloj dice las 11:14 y le creo. Cierro la 19 y la<br />

dejo en el lugar donde la encontré. En el bar, saco una botella de Stolichnaya y trago un poco,<br />

hasta tiritar.

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