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Alberto Fuguet - Mala Onda.pdf - Colegio

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anual.<br />

—Me encantaría ir a Israel.<br />

—Una lata. No te pierdes nada.<br />

Abrimos el bar, que estaba en una pieza como para hacer fiestas, con unos horribles<br />

cuadros de figuras geométricas, y yo decidí seguir con el vodka. Por suerte había<br />

Stolichnaya y un extraño vino de ciruela kosher que casi tomé. No había tónica, pero sí<br />

botellas y más botellas de Néctar Watts, así que inventamos un trago nuevo. La Miriam<br />

encendió el equipo y puso un cassette con lo mejor de Donna Summers. También encendió,<br />

no sé por qué, la calefacción central a todo lo que da.<br />

Creo.<br />

Yo bailé un poco, porque el trago me estaba afectando y me invadió una extraña sensación<br />

de estar en lo errado, pero a la Miriam, que andaba con pantalones de cuero café, le dio por<br />

hacer coreografías y cantar la letra completa de Bad Girls y acostarse en la mesa de centro<br />

y pararse luego a toquetear las lámparas. Esta mujer está loca, pensé, antes de tirarme en un<br />

sofá inmenso de terciopelo y quedarme dormido.<br />

—Hey, ¿qué te pasa? —le dije, pero antes de<br />

los ojos sentí la típica sensación de tibia humedad y esa leve cosquilla que da el contacto<br />

con la lengua.<br />

Después abrí los ojos. No estaba soñando. Donna Summers estaba al máximo —Love to<br />

Love You Baby— y había menos luz, tan solo una lamparilla fabricada con una botella de<br />

pisco peruano, de ésas de cerámica negra que parecen moais. Hacía un calor espantoso. Yo<br />

tenía los pantalones abajo, hasta la rodilla, también los calzoncillos y todo, y la Miriam me<br />

lo estaba chupando. Pero yo seguía adormecido. No pasaba demasiado. —¿Despertaste?<br />

Estaba borracha. Y desnuda. Le toqué el cuello y estaba todo sudado. Pensé decirle algo<br />

pero no se me ocurrió qué.<br />

—Sácate el resto —me dijo. La miré pero no podía verle el cuerpo, tan solo la espalda, que parecía<br />

eterna, blanca, en el sofá de terciopelo. —Hace un calor increíble —le dije. —Seguro.<br />

Me levanté, desabroché mis yellow-boots, me saqué el resto de la ropa sin importarme<br />

demasiado si me estaba mirando o no, y caminé hasta el bar en busca del Stolichnaya,<br />

sintiendo cómo la saliva, con la que me empapó, bajaba por mi muslo. La botella estaba<br />

abierta, así que tomé directo de ella y observé fijamente la cara del indio del pisco peruano.<br />

Un reloj de pared señalaba la una y media.

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