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sus gentes, que fueron quienes provocaron mi digresión, quizá demasiado<br />

extensa. Como decía, acababan de levantarme del suelo, y mi actuación y la<br />

subsiguiente caída de nalgas habían provocado un gran sentimiento de<br />

camaradería. Les di las gracias cordialmente, ellos por su parte, con su acento<br />

inglés del siglo diecisiete, inquirieron sobre mi condición con la mayor<br />

solicitud. Yo estaba ileso, y, dado que el orgullo es un Pecado Mortal que creo<br />

que en general eludo, nada había resultado dañado.<br />

Pasé entonces a preguntarles por la fábrica, pues tal era el propósito de<br />

mi visita. Se mostraron muy dispuestos a hablar conmigo y parecieron<br />

interesarse aún más en mí <strong>com</strong>o persona. Al parecer, las tediosas horas entre<br />

las mesas de cortar hacían que fuese doblemente agradable la presencia de un<br />

visitante. Charlamos con toda libertad, aunque los trabajadores se mostraban<br />

en general evasivos respecto a su trabajo. En realidad, parecían más<br />

interesados en mí que en ninguna otra cosa; no me molestaron sus atenciones<br />

y eludí tranquilamente todas sus preguntas hasta que se hicieron, por último,<br />

más bien personales. Algunos de ellos, que habían aparecido de vez en cuando<br />

por la oficina, formularon preguntas muy agudas sobre la cruz y los otros<br />

adornos; una dama apasionada pidió permiso (que le fue concedido, claro está)<br />

para reunir de vez en cuando a algunos de sus cofrades al pie de la cruz a<br />

cantar espirituales. (Yo aborrezco los espirituales y todos esos perversos<br />

himnos calvinistas del siglo diecinueve, pero estaba dispuesto a soportar que<br />

atacasen mis tímpanos si unas canciones de coro hacían felices a aquellos<br />

trabajadores.) Cuando les pregunté por sus salarios, descubrí que la paga<br />

semanal media es de menos de treinta (30) dólares. Mi considerada opinión es<br />

que un individuo se merece más que eso <strong>com</strong>o salario por el simple hecho de<br />

estar en una fábrica cinco días por semana, sobre todo si la fábrica es <strong>com</strong>o la<br />

de Levy Pants, donde el techo agujereado amenaza con derrumbarse en<br />

cualquier momento. Y, ¿quién sabe?, aquella gente quizá tuviese cosas mucho<br />

mejores que hacer que haraganear por Levy Pants; por ejemplo, <strong>com</strong>poner<br />

jazz o crear bailes nuevos o hacer todas esas cosas que ellos hacen con tanta<br />

facilidad. No era extraño que reinara tanta apatía en la fábrica. Aun así era<br />

increíble que tanta disparidad <strong>com</strong>o la que había entre el estancamiento de la<br />

producción en la fábrica y el tráfago febril de la oficina pudiesen albergarse<br />

dentro del mismo seno (Levy Pants). Si yo hubiera sido uno de los obreros (y<br />

habría sido un obrero muy grande y particularmente aterrador, <strong>com</strong>o dije<br />

antes), habría irrumpido mucho antes en la oficina y exigido un salario<br />

decente.<br />

Debo introducir aquí una nota. Cuando yo asistía esporádicamente, a las<br />

clases de graduados, conocí un día en la cafetería a la señorita Myrna Minkoff,<br />

joven pregraduada, una escandalosa y ofensiva doncella del Bronx. Esta

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