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—¿Llamarte? —preguntó Santa—. ¿Qué quieres decir, Irene? Ignatius<br />

está a nueve kilómetros de aquí. Mira, ni siquiera le hemos ofrecido de beber<br />

al señor Robichaux. Prepárale algo, mujer, mientras voy a por Angelo.<br />

La señora Reilly estudiaba ansiosamente su vaso, con la esperanza de<br />

encontrar en él una cucaracha o una mosca al menos.<br />

—Déme ese abrigo, señor Robichaux. ¿Cómo le llaman sus amigos?<br />

—Claude.<br />

—Claude, yo soy Santa. Y ésta es Irene. Saluda, Irene.<br />

—Hola —dijo maquinalmente la señora Reilly.<br />

—Vayan ustedes conociéndose mientras voy a llamar a Angelo —dijo<br />

Santa, y desapareció en la otra habitación.<br />

—¿Qué tal ese muchachote suyo? —preguntó el señor Robichaux, para<br />

poner fin al silencio que había caído sobre ellos.<br />

—¿Quién?<br />

—Su hijo.<br />

—Ah, él. Bien, muy bien.<br />

El pensamiento de la señora Reilly volvía a la Calle Constantinopla,<br />

donde había dejado a Ignatius escribiendo en su habitación y mascullando<br />

cosas acerca de Myrna Minkoff. A través de la puerta, la señora Reilly le<br />

había oído decir: «Habría que azotarla hasta dejarla sin sentido.»<br />

Hubo un largo silencio interrumpido sólo por los violentos sorbetones<br />

que daba la señora Reilly en el borde del vaso.<br />

—¿Quiere usted unas patatas fritas? —preguntó por fin la señora Reilly,<br />

tras descubrir que aquel silencio la hacía sentirse aún peor.<br />

—Sí, creo que <strong>com</strong>eré unas pocas.<br />

—Están en esa bolsa que hay junto a usted —la señora Reilly observó al<br />

señor Robichaux abrir el paquete de celofán; la cara y el traje de gabardina<br />

gris del señor Robichaux parecían los dos limpios y recién planchados—.<br />

Puede que Santa necesite ayuda. Pudo caerse al entrar.<br />

—Pero si no hace ni un minuto que salió de aquí. Ya volverá.<br />

—Estos suelos son peligrosos —<strong>com</strong>entó la señora Reilly, estudiando<br />

atentamente el resplandeciente linóleo—. Puedes resbalar, caer y romperte la<br />

crisma.<br />

—Hay que andar con cuidado en esta vida.<br />

—¿Verdad que sí? Yo siempre soy muy cuidadosa.<br />

—Yo también. Merece la pena andar con tiento en este mundo.<br />

—Claro que sí. Eso le decía yo a Ignatius precisamente el otro día —<br />

mintió la señora Reilly—. Va y me dice: «Mamá, a que merece la pena andar<br />

con cuidado en este mundo». Y le digo: «Así es, hijo, hay que tener cuidado».<br />

—Ese es un buen consejo.

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