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. Deberían encerrarte, maricón de mierda.<br />

—¿Qué? —gritó Ignatius—. ¿Qué impertinencia es ésa?<br />

—Eres un maricón y estás chiflado —bufó George más fuerte, y se<br />

alejó, las tapas de los tacones rayando la acera—. ¿Quién va a querer <strong>com</strong>er<br />

algo que han tocado esas manos mariconas?<br />

—¿Cómo te atreves a gritar semejantes indecencias? ¡Que alguien<br />

agarre a ese muchacho! —dijo Ignatius furioso, mientras George desaparecía<br />

calle abajo entre la multitud—. Que alguien que tenga decencia de coger a ese<br />

delincuente juvenil. Ese menor desvergonzado. Ya no hay respeto. ¡A ese<br />

rufián debían azotarle hasta dejarle sin sentido!<br />

Una mujer del grupo que rodeaba la salchicha móvil, dijo: —Hay que<br />

ver. ¿De dónde sacarán a estos vendedores?<br />

—Borrachos y vagabundos. Son todos igual —le contestó alguien.<br />

—Un borracho, eso es lo que es. A todos los ha vuelto locos el vino. No<br />

deberían dejar a gente <strong>com</strong>o ésta suelta por la calle.<br />

—¿Es mi paranoia que se ha desmandado por <strong>com</strong>pleto? —preguntó<br />

Ignatius al grupo—. ¿O están ustedes, mongoloides, hablando realmente de<br />

mí?<br />

—Es mejor dejarle en paz —dijo alguien—. Fíjense qué ojos.<br />

—¿Qué les pasa a mis ojos? —preguntó Ignatius malévolamente.<br />

—Vamonos de aquí.<br />

—Sí, por favor —replicó Ignatius, con labios temblorosos, y se preparó<br />

otro bocadillo para tranquilizar su alterado sistema nervioso. Con manos<br />

temblonas, se llevó los treinta centímetros de plástico rojo y pasta a la boca,<br />

engulléndolo de cinco en cinco centímetros por vez. Aquella masticación<br />

activa masajeó su cabeza palpitante. Después de tragar el último milímetro de<br />

miga, se sintió ya mucho más tranquilo.<br />

Cogiendo de nuevo el carro, enfiló Calle Carondelet arriba,<br />

arrastrándose lentamente detrás de su vehículo. Fiel a su promesa de dar una<br />

vuelta a la manzana, giró de nuevo en la esquina siguiente y se detuvo junto a<br />

las gastadas paredes de granito del Gallier Hall a consumir dos salchichas<br />

más, antes de cubrir el último trecho de su recorrido. Cuando dobló la última<br />

esquina y vio de nuevo el letrero de Vendedores Paraíso, Inc. colgando en<br />

ángulo sobre la acera de la calle Poydras, inició un trote relativamente rápido,<br />

que le llevó a cruzar jadeando las puertas del garaje.<br />

—¡Socorro! —dijo, y resopló penosamente, haciendo saltar la salchicha<br />

de lata por el escaloncillo bajo de cemento de la entrada.<br />

—¿Qué pasa, amigo? ¿No habíamos quedado que estaría una hora<br />

entera?<br />

—Somos los dos afortunados por el hecho de que haya podido regresar

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