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Cuando terminó de decorar la página, tiró el cuaderno al suelo entre muchos<br />

otros que había por allí esparcidos. Había sido una mañana muy productiva,<br />

pensó. Hacía semanas que no conseguía escribir tanto. Contemplando las<br />

docenas de cuadernos Gran Jefe que formaban <strong>com</strong>o una alfombra de<br />

cabezales indios alrededor de la cama, Ignatius pensó presuntuosamente que<br />

en sus páginas amarillentas y en su amplio rayado se encontraban las semillas<br />

de un majestuoso estudio de historia <strong>com</strong>parada. Muy desordenado, por<br />

supuesto. Pero un día iniciaría la tarea de ordenar aquellos fragmentos de su<br />

ideología en el rompecabezas de un esquema grandioso; el rompecabezas<br />

terminado mostraría a la gente ilustrada el desastroso curso que había seguido<br />

la historia en los últimos cuatro siglos. Había producido una media de seis<br />

párrafos al mes, en los cinco años que había dedicado a aquel trabajo. Ni<br />

siquiera podía recordar lo escrito en algunos de los cuadernos, y tenía clara<br />

conciencia de que algunos estaban prácticamente llenos de garabatos. Mas,<br />

pensó plácidamente, no se construyó Roma en un día.<br />

Ignatius alzó su camisón de franela y contempló su vientre hinchado.<br />

Solía hincharse cuando estaba tumbado en la cama por la mañana,<br />

considerando el giro desdichado que habían tomado los acontecimientos desde<br />

la Reforma. Doris Day y los autobuses Grey-hound, siempre que acudían a su<br />

pensamiento, creaban una expansión aún más rápida de su región central. Pero<br />

desde la tentativa de detención y el accidente, había estado hinchándose casi<br />

sin motivo, la válvula pilórica se le cerraba de pronto indiscriminadamente y<br />

se le llenaba el estómago de gas atrapado, un gas que tenía personalidad y<br />

entidad y que no soportaba el confinamiento. Ignatius se preguntó si la válvula<br />

pilórica no estaría intentando decirle algo, casandrescamente. El, <strong>com</strong>o<br />

medievalista, creía en la roía Fortunae, o rueda de la Fortuna, un concepto<br />

básico de De Consolatione Philosophiae, la obra filosófica que había sentado<br />

las bases del pensamiento medieval. Boecio, el último romano, que había<br />

escrito la Consolatione mientras padecía una prisión injusta por orden del<br />

emperador, había dicho que una diosa ciega nos hace girar en una rueda, que<br />

nuestra suerte se presenta en ciclos. ¿Significaba acaso un mal ciclo aquella<br />

ridícula tentativa de detenerle? ¿Giraba acaso rápidamente hacia abajo su<br />

rueda? El accidente también era un mal signo. Ignatius estaba preocupado.<br />

Pese a toda su filosofía, Boecio había sido torturado y ejecutado. Y, de<br />

repente, la válvula de Ignatius volvió a cerrarse, e Ignatius se echó sobre el<br />

costado izquierdo para presionarla y abrirla.<br />

—Oh, Fortuna, oh, deidad ciega y desatenta, atado estoy a tu rueda —<br />

Ignatius eructó—: No me aplastes bajo tus radios. Elévame e impúlsame hacia<br />

arriba, oh diosa.<br />

—¿Qué andas murmurando ahí dentro, chico? —preguntó su madre al

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