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gángster. Tengo que verla. Manifiesta de nuevo su antigua hostilidad hacia<br />

Levy Pants.<br />

—¿Aún quieres seguir jugando con ese vejestorio? ¿Es que no la has<br />

atormentado ya bastante?<br />

—No me dejas hacer siquiera una obra buena. Tu carácter ni siquiera en<br />

los libros de psicología está catalogado. Deberías ir de una vez a ver al médico<br />

de Lenny, por su bien. En cuanto apareciese tu caso en las publicaciones<br />

psiquiátricas, le invitarían a ir a hablar a Viena. Le harías famoso, lo mismo<br />

que aquella chica lisiada o algo así, que fue quien situó a Freud en el mapa.<br />

Mientras la señora Levy se cegaba con capas de pintura de ojos<br />

aguamarina, preparándose para su excursión de caridad, el señor Levy sacó el<br />

coche deportivo del monumental garaje de tres plazas, construido <strong>com</strong>o una<br />

sólida y rústica cochera, y se quedó sentado en él, contemplando la plácida<br />

bahía. Le brotaban del pecho pequeños dardos de ardor. Tenía que conseguir<br />

que Reilly hiciera una especie de confesión. Los leguleyos de Abelman podían<br />

barrerle; no podía darle a su esposa la satisfacción de presenciarlo. Si Reilly<br />

confesase que había escrito la carta, si, de algún modo, podía salir de aquello<br />

bien, cambiaría. Prometía convertirse en una persona nueva. Supervisaría<br />

incluso in poquito la empresa. Además, supervisarla un poco era lo más<br />

racional y lo más práctico. Una fábrica incontrolada era <strong>com</strong>o un niño<br />

incontrolado: podía convertirse en delincuencia, en algo que crease toda clase<br />

de problemas que, con un poco de atención, un poco de cuidado, podrían<br />

evitarse. Cuanto más al margen se mantuviera de Levy Pants, más le<br />

torturaría. Levy Pants era <strong>com</strong>o un defecto congénito <strong>com</strong>o una maldición<br />

heredada.<br />

—Toda la gente que conozco tiene un sedán grande —dijo la señora<br />

Levy, entrando en el cochecito—. Tú no. Ca. Tú tienes que tener un coche de<br />

jovencito que cuesta más que un Cadillac y en el que siempre me despeino.<br />

Para demostrar que tenía razón, un mechón enlacado flotó rígido, batido<br />

por la brisa, en cuanto salieron a la carretera de la costa. Ambos guardaron<br />

silencio durante el viaje por las marismas. El señor Levy pensaba nervioso en<br />

su futuro. La señora Levy pensaba en el suyo muy contenta; las pestañas<br />

aguamarinas aleteaban tranquilamente al viento. Por fin, entraron atronando<br />

en la ciudad, y el señor Levy aceleraba a medida que percibía que se<br />

aproximaba a aquel chiflado de Reilly. De juerga con aquella gente por el<br />

Barrio Francés... Dios sabe cómo sería la vida personal de aquel Reilly. Un<br />

incidente disparatado tras otro, locura tras locura.<br />

—Creo que he desvelado tu problema —dijo la señora Levy cuando<br />

aminoraron la marcha, ya en el tráfico urbana—. Tu forma de conducir me ha<br />

dado la clave. Se encendió una luz. Ahora sé por qué has ido a la deriva, por

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