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qué no tienes ninguna ambición, por qué has tirado a la basura un gran<br />

negocio —la señora Levy hizo una pausa para dar un efecto más teatral a sus<br />

palabras—. Tienes un impulso de muerte.<br />

—Cállate, te lo digo por última vez.<br />

—Agresividad, hostilidad, resentimiento —dijo muy feliz la señora<br />

Levy—. Esto acabará muy mal, Gus.<br />

Como era sábado, Levy Pants había cesado de agredir a su manera el<br />

sistema de la libre empresa durante el fin de semana. Los Levy pasaron ante la<br />

fábrica que, abierta o cerrada, parecía igualmente moribunda desde la calle.<br />

Un humo lánguido, <strong>com</strong>o el que se produce al quemar hojas, brotaba de una<br />

de aquellas chimeneas <strong>com</strong>o antenas. El señor Levy se preguntó de qué sería<br />

aquel humo. Algún obrero debía haber dejado una de las mesas de cortar<br />

pegada a un horno el viernes por la noche. Quizás hubiera alguien allí, incluso,<br />

quemando hojas. Cosas más extrañas habían pasado. La propia señora Levy<br />

durante una fase de ceramista que tuvo, había utilizado para sus cacharros uno<br />

de los hornos de la fábrica.<br />

Después de que pasaron la fábrica y la señora Levy la miró y dijo<br />

«triste, triste», giraron, siguiendo el río, y pasaron ante un impresionante<br />

edificio de apartamentos de madera situado frente al muelle de la calle Desire.<br />

Un rastro de trapos hacía señas a los que pasaban para que subieran las<br />

despintadas escaleras de entrada hacia algún objetivo dentro del edificio.<br />

—No tardes demasiado —dijo la señora Levy, mientras pasaba por el<br />

proceso de incorporación y desplegado que era necesario para sacar el cuerpo<br />

del coche deportivo. Llevaba consigo la bolsa de pastas surtidas holandesas,<br />

destinada, en principio, al paciente de Mandeville.<br />

—Estoy hartándome, ya de este asunto. Mejor que me entretenga con<br />

las pastas, porque así no tendré que conversar mucho —sonrió a su marido—.<br />

Buena suerte con el idealista. No dejes que te engañe otra vez.<br />

El señor Levy continuó hacia la parte alta de la ciudad. En un semáforo<br />

<strong>com</strong>probó la dirección de Reilly en el periódico de la mañana, doblado y<br />

colocado entre los dos asientos. Siguió el río por Tchoupitoulas y giró hacia<br />

Constantinopla, saltando por los baches de ésta, hasta que encontró la casa de<br />

miniatura. ¿Cómo podía vivir un tipo tan grandote en aquella casa de<br />

muñecas? ¿Cómo podía entrar y salir por aquella puerta?<br />

El señor Levy subió las escaleras y leyó el letrero «Paz a cualquier<br />

precio», fijado con una chincheta a una de las columnas del porche y el otro,<br />

el de «Paz a los hombres de buena voluntad», que estaba clavado con<br />

chinchetas en la fachada de la casa. Aquél era el lugar, no había duda. Dentro,<br />

sonaba el teléfono.<br />

—¡No están en casa! —gritó una mujer desde detrás de una cortina, en

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