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increíbles, azules y amarillos, con un finísimo encaje de venillas rojas. El<br />

señor González rezó casi audiblemente para que aquel gigantón viniese a pedir<br />

trabajo. El señor González estaba impresionado y sobrecogido.<br />

Ignatius se encontraba en lo que quizá fuese la oficina más espantosa<br />

que había visto en su vida. Las desnudas bombillas que colgaban<br />

irregularmente del techo tiznado arrojaban una luz débil y amarillenta sobre<br />

las pandeadas tablas del suelo. Unos archivadores viejos dividían la estancia<br />

en varios cubículos, en cada uno de los cuales había un escritorio pintado con<br />

un extraño barniz naranja. A través de las polvorientas ventanas de la oficina<br />

se contemplaba una grisácea vista del muelle de la Avenida Poland, la<br />

estación de carga del Ejército, el Mississippi y, a lo lejos, al otro lado del río,<br />

los diques secos y los tejados de Algiers. Una mujer muy vieja entró vacilante<br />

en la estancia y tropezó con una hilera de archivadores La atmósfera de aquel<br />

lugar le recordó a Ignatius su propia habitación, y su válvula se lo confirmó,<br />

abriéndose gozosa. Ignatius rezó casi audiblemente para que aceptaran su<br />

candidatura. Estaba impresionado y sobrecogido.<br />

—¿Sí? —preguntó animoso el hombrecillo vivaz del pulcro escritorio.<br />

—Oh. Creí que era la señora la que estaba al cargo —dijo Ignatius con<br />

su tono de voz más estentóreo, considerando a aquel individuo la única<br />

desgracia de la oficina—. Vengo por el anuncio.<br />

—Ah, estupendo. ¿Cuál de ellos? —exclamó entusiasmado el hombre—<br />

. Hemos puesto dos en el periódico, uno en el que pedimos una mujer y otro<br />

en el que pedimos un hombre.<br />

—¿Y por cuál cree usted que vengo yo? —aulló Ignatius.<br />

—Oh —dijo muy turbado el señor González—. Lo siento muchísimo.<br />

Lo dije sin pensar. En fin, el sexo es lo de menos, podría usted coger<br />

cualquiera de los dos trabajos. Quiero decir, a mí el sexo no me importa.<br />

—Olvídelo, por favor —dijo Ignatius. Advirtió con interés que la vieja<br />

empezaba a cabecear sobre la mesa. Las condiciones de trabajo parecían<br />

fastuosas.<br />

—Venga, siéntese, por favor. La señorita Trixie le quitará el abrigo y el<br />

sombrero y los pondrá en el perchero de los empleados. Queremos que se<br />

sienta aquí <strong>com</strong>o en su casa.<br />

—Pero si aún no he hablado con usted.<br />

—No se preocupe por eso. Estoy seguro de que nos pondremos de<br />

acuerdo en todo. Señorita Trixie. ¡Señorita Trixie!<br />

—¿Qué? —gritó la señorita Trixie, tirando al suelo su atiborrado<br />

cenicero.<br />

—Traiga, yo me encargaré de sus cosas —el señor González recibió un<br />

manotazo en la mano cuando la dirigía a la gorra verde, aunque se le permitió

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