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aquel cartel que Ignatius se negaba a explicarle. Durante la mayor parte de la<br />

película la señora Reilly pensó en el salario de Ignatius que era más pequeño<br />

cada día, en el pago de la trompeta, en el pago del edificio destrozado, en el<br />

pendiente y en del cartel. Sólo las jubilosas exclamaciones de Santa de «Oh,<br />

qué linda» y «¡Fíjate qué vestido tan mono lleva, Irene!» arrastraron de nuevo<br />

a la señora Reilly a lo que estaba pasando en la pantalla. Luego hubo otra cosa<br />

que la sacó de sus meditaciones sobre su hijo y sus problemas, que eran, en<br />

realidad, la misma cosa. La mano del señor Robichaux había cubierto<br />

suavemente y sujetaba ahora la suya. La señora Reilly se quedó demasiado<br />

aterrada para moverse. ¿Por qué las películas pondrían siempre tiernos a los<br />

hombres que ella había conocido (el señor Reilly y el señor Robichaux)?<br />

Siguió mirando fija y ciegamente a la pantalla, en la que vio no a Debbie<br />

Reynolds cabrioleando en color, sino más bien a Jean Harlow, bañándose en<br />

blanco y negro.<br />

La señora Reilly se preguntaba si podría desasir fácilmente su mano de<br />

la del señor Robichaux y salir de estampida del cine, cuando Santa exclamó:<br />

—¡Fíjate, Irene, apuesto a que la pequeña Debbie va a tener un bebé!<br />

—¿Un qué? —chilló descontroladamente. la señora Reilly, estallando<br />

en un llanto disparatado y sonoro que no se aplacó hasta que el asustado señor<br />

Robichaux tomó su cabeza color castaño y se la colocó suavemente sobre el<br />

hombro.<br />

II<br />

Querido lector:<br />

La naturaleza hace a veces un tonto; pero un fanfarrón siempre es obra<br />

del hombre.<br />

Addison<br />

Cuando estaba gastando ya las suelas de mis botas hasta ser una simple<br />

lengua de caucho sobre las viejas aceras de baldosas del Barrio Francés, en mi<br />

febril empeño de ganarme la vida en una sociedad despreocupada e<br />

indiferente, me saludó un apreciado y viejo conocido (invertido). Tras unos<br />

minutos de conversación, en la que yo dejé demostrada fácilmente mi<br />

superioridad moral sobre aquel degenerado, me quedé cavilando una vez más<br />

sobre la crisis de nuestra época. Mi inteligencia, indomable y exuberante<br />

<strong>com</strong>o siempre, me susurró un plan tan majestuoso y audaz que me estremecí<br />

ante la idea misma de lo que estaba oyendo. «¡Alto!», grité implorante a mi<br />

divina inteligencia. «¡Esto es locura!» Pero, aun así, escuché el consejo de mi<br />

cerebro. Se me ofrecía la oportunidad de Salvar al Mundo a Través de la<br />

Degeneración. Allí, en las piedras gastadas del Barrio Francés, solicité la

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