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no hiciera caso a los médicos.<br />

—Ya le meterían en cintura, ya. Le pegarían en la cabeza, le pondrían la<br />

camisa de fuerza, le echarían chorros de agua con las mangueras —dijo Santa<br />

con excesiva <strong>com</strong>placencia.<br />

—Has de pensar en ti misma, Irene —dijo el señor Robichaux—. Ese<br />

hijo tuyo va a llevarte a la tumba.<br />

—Eso es. Díselo, Claude, díselo.<br />

—Bueno —dijo la señora Reilly—. Le daremos una oportunidad. Puede<br />

que aún se haga bueno.<br />

—¿Vendiendo salchichas? —preguntó Santa—. Señor, Señor —movió<br />

la cabeza—. En fin, dejadme que meta estos platos en el fregadero. Venga,<br />

vamonos a ver a la linda Debbie Reynolds.<br />

Unos minutos más tarde, después de que Santa parase en el vestíbulo a<br />

darle el beso de despedida a su madre, los tres salieron para el cine. Había sido<br />

un día delicioso; había soplado constantemente un viento sur del Golfo. El<br />

anochecer seguía siendo tibio. Flotaban por el congestionado barrio intensos<br />

aromas de cocina mediterránea, que salían de las ventanas abiertas de las<br />

cocinas de todos los edificios y apartamentos y casas dobles. Todos los<br />

inquilinos parecían hacer su aportación, aunque fuese pequeña, a la cacofonía<br />

general de ruidos de cacharros, atronar de televisores, discusiones, chillidos de<br />

niños y portazos.<br />

—Qué animado está hoy el barrio —<strong>com</strong>entó Santa pensativa, mientras<br />

los tres bajaban poco a poco por la estrecha acera entre el bordillo y los<br />

escalones de las casas dobles, que formaban rectas y sólidas hileras en cada<br />

manzana. Las farolas brillaban en las extensiones de asfalto y cemento sin<br />

árboles, e ininterrumpidos tejados viejos de pizarra.<br />

—En verano es aún peor. Todo el mundo está fuera en la calle hasta las<br />

diez o las once.<br />

—No me lo cuentes a mí, preciosa —dijo la señora Reilly mientras<br />

renqueaba teatralmente entre sus amigos.—. Recuerda que soy de la Calle<br />

Dauphine. En casa sacábamos las sillas de la cocina a la acera y allí estábamos<br />

a veces hasta la medianoche, esperando a que la casa se refrescase. ¡Y las<br />

cosas que dice la gente por aquí! Señor.<br />

—¡La gente es mala, sí! —convino Santa—. Son todos unos<br />

deslenguados.<br />

—Pobre papá —dijo la señora Reilly—. Era muy pobre. Luego, cuando<br />

le enganchó la mano aquella correa de ventilador, la gente del barrio tuvo la<br />

desvergüenza de decir que debía estar borracho. Cuántas cartas anónimas<br />

recibimos por eso. Y mi pobre tía Bubú. Ochenta años. Estaba encendiéndole<br />

una vela a su difunto marido y se le cae de la mesita de noche y prende fuego

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