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Ignatius frunció el ceño y dijo:<br />

—No entiendo por qué tuvo que mandarla de nuevo a casa. En realidad,<br />

aquí no hay ninguna etiqueta. Somos una gran familia. Espero que no le haya<br />

producido con ello ningún daño moral —llenó un vaso en el refrigerador de<br />

agua, para regar sus judías—. No debe sorprenderse si una mañana me ve<br />

aparecer a mí en camisón. Tengo uno muy cómodo.<br />

—No pretendo dictar lo que ha de vestir la gente, desde luego —dijo el<br />

señor González con cierta ansiedad.<br />

—Eso espero. La señorita Trixie y yo no lo consentiríamos.<br />

El señor González fingió buscar algo en su escritorio para eludir la<br />

terrible mirada que Ignatius había clavado en él.<br />

—Terminaré la cruz —dijo al fin Ignatius, sacando dos tarros de pintura<br />

de los gigantescos bolsos de su abrigo.<br />

—Magnífico, magnífico.<br />

—La cruz es la máxima prioridad en este momento. El archivar, el<br />

ordenar... todo eso debe esperar hasta que haya terminado esta tarea. Luego,<br />

cuando termine la cruz, tendré que visitar la fábrica. Sospecho que esa gente<br />

está pidiendo a gritos un oído <strong>com</strong>pasivo, un guía leal. Quizá yo pueda<br />

ayudarles.<br />

—Por supuesto. No deje que le digan ellos lo que tiene usted que hacer.<br />

—No lo haré —Ignatius miraba fijamente al jefe administrativo—. Al<br />

fin mi válvula parece permitir una visita a la fábrica. No debo desperdiciar<br />

esta oportunidad. Si esperase, podría cerrarse por varias semanas.<br />

—Entonces debe ir usted a la fábrica hoy —convino con entusiasmo el<br />

jefe administrativo.<br />

El señor González miró a Ignatius esperanzadamente, pero no recibió<br />

respuesta. Ignatius archivó el abrigo, la bufanda y la gorra en uno de los<br />

archivadores y se puso a trabajar en la cruz. A las once, estaba dándole la<br />

primera capa, aplicando meticulosamente la pintura con un pincel de acuarela.<br />

La señorita Trixie seguía AUSENTE SIN PERMISO.<br />

A mediodía, el señor González miró por encima de la pila de papeles en<br />

los que trabajaba y dijo:<br />

—Me pregunto dónde podrá estar la señorita Trixie.<br />

—Probablemente la haya precipitado usted en la depresión —respondió<br />

fríamente Ignatius; estaba repasando con el pincel los bordes irregulares del<br />

cartón—. Pero puede que aparezca para <strong>com</strong>er. Ayer le dije que iba a traerle<br />

un emparedado de carne. He descubierto que para la señorita Trixie el <strong>com</strong>er<br />

carne es una especie de banquete exquisito. Le ofrecería a usted un<br />

emparedado, pero desgraciadamente sólo hay para la señorita Trixie y para mí.<br />

—No se preocupe por eso —el señor González esbozó una lánguida

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