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—No te imaginas lo que hizo. Hay tiras de papel de colores, banderolas<br />

colgando del techo. Puso una gran cruz en la oficina. Y hoy, cuando entré, se<br />

me acercó y empezó a quejarse de que uno de la fábrica le había tirado al<br />

suelo sus plantas de judías.<br />

—¿Plantas de judías? ¿Es que se ha creído que Levy Pants es un huerto<br />

de legumbres?<br />

—Dios sabe lo que pasa por esa cabeza. Quería que yo echase al que le<br />

había tirado las plantas y a otro tipo que decía que le había roto su cartel. Dijo<br />

que los obreros eran todos unos camorristas que no le tenían ningún respeto.<br />

Que querían fastidiarle. Así que bajé a la fábrica y busqué a Palermo. No<br />

estaba, por supuesto, pero ¿a que no sabes con qué me encontré? Con que<br />

todos los obreros tenían ladrillos y cadenas. Y estaban nerviosísimos y me<br />

dijeron que aquel tipo, ese Reilly, es decir el mamarracho grandote, les había<br />

dicho que llevaran todo aquello para asaltar la oficina y pegarle a González.<br />

—¿Qué?<br />

—Se había dedicado a decirles que estaban mal pagados y que<br />

trabajaban demasiado.<br />

—Creo que tiene razón —dijo la señora Levy—. Ayer, Susan y Sandra<br />

escribieron precisamente y lo <strong>com</strong>entaban en su carta. Sus amiguitos de la<br />

universidad les dijeron que, por lo que contaban de su padre, era <strong>com</strong>o los<br />

plantadores que vivían del trabajo de los esclavos. Las chicas estaban muy<br />

afectadas. Pensaba decírtelo, pero tuve tantos problemas con el nuevo<br />

diseñista capilar que se me pasó. Quieren que subas el sueldo a esa pobre<br />

gente y dicen que si no, no volverán a casa nunca.<br />

—¿Pero quiénes se creen esas dos que son?<br />

—Tus hijas, por si lo has olvidado. Lo único que quieren es respetarte.<br />

Dicen que si no mejoras las condiciones de trabajo en Levy Pants no volverás<br />

a verlas.<br />

—¿Y a qué viene ese repentino interés por los negros? ¿Es que se han<br />

acabado los jóvenes?<br />

—Vaya, ya estás atacando otra vez a las niñas. Sabes lo que te digo, que<br />

es por eso por lo que yo tampoco puedo respertarte. Si una de tus hijas fuera<br />

un caballo y la otra un jugador de béisbol, no las llevarías en palmitas.<br />

—Si una fuera un caballo y la otra un jugador de béisbol, nos iría<br />

mucho mejor, créeme. Por lo menos, darían un beneficio.<br />

—Disculpa —dijo la señora Levy, conectando de nuevo la tabla de<br />

ejercicios—. No estoy dispuesta a seguir oyendo disparates. Qué disgusto. No<br />

sé si seré capaz de escribir a las niñas y explicarles esto.<br />

El señor Levy había visto las cartas de su mujer a las chicas, una<br />

especie de editoriales emotivos, un lavado de cerebro irracional que habría

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