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Mancuso, Dorian Greene, periodistas, bailarinas de striptease, pájaros,<br />

fotografías, delincuentes juveniles, pornógrafas nazis. Y, especialmente,<br />

Myrna Minkoff. Los productos de consumo Y, sobre todo, Myrna Minkoff.<br />

Había que darle su merecido a aquella mozuela almizcleña. Fuese <strong>com</strong>o fuese.<br />

Algún día. Tenía que pagar. Pasase lo que pasase, debía darle su merecido,<br />

aunque la venganza tardase años en llegar y tuviera que acecharla durante<br />

décadas, de café en café, de una orgía de canciones folk a otra, de metro a<br />

piso, de algodonal a manifestación. Ignatius lanzó una <strong>com</strong>plicada maldición<br />

isabelina sobre Myrna y, dándose la vuelta, abusó frenéticamente del guante<br />

una vez más.<br />

¿Cómo se atrevía su madre a pensar en matrimonio? Sólo alguien tan<br />

simplón <strong>com</strong>o ella podría ser tan desleal. El vejestorio fascista iniciaría una<br />

caza de brujas tras otra, hasta que el previamente intacto Ignatius J. Reilly<br />

quedara reducido a la condición de un fragmentado y balbuciente vegetal. El<br />

viejo fascista prestaría testimonio en favor del señor Levy, con el objeto de<br />

que su futuro hijastro fuera encerrado y quedara él en libertad para satisfacer<br />

sus arcaicos y depravados deseos con la ingenua Irene Reilly, para realizar sus<br />

prácticas conservadoras sobre Irene Reilly con libertad de empresa. La<br />

Seguridad Social y los sistemas de <strong>com</strong>pensación de los parados no protegían<br />

a las prostitutas. Sin duda, ésa era la causa de que el libertino de Robichaux<br />

se1 sintiera atraído por ella. Sólo Fortuna sabía lo que habría aprendido en sus<br />

manos.<br />

La señora Reilly escuchaba los chirridos y eructos que emanaban de la<br />

habitación de Ignatius y se preguntaba si, para colmo de males, le iría a dar un<br />

ataque. Pero no quería ver a Ignatius. Siempre que oía abrirse su puerta, corría<br />

a su habitación para evitarle. Quinientos mil dólares era una suma que ella ni<br />

siquiera podía imaginar. Tampoco podía imaginar el castigo que se<br />

administraba al individuo que hubiera hecho algo tan horroroso <strong>com</strong>o para<br />

costar quinientos mil. Si el señor Levy tenía dudas, ella no las tenía. Ignatius<br />

era capaz de haber escrito cualquier cosa. ¡Qué horror! Ignatius en la cárcel.<br />

Sólo había un medio de salvarle. Arrastró el teléfono por el pasillo todo lo que<br />

dio el cable y, por cuarta vez en aquel día, marcó el número de Santa<br />

Battaglia.<br />

—Vaya por Dios, mujer, pues sí que estás preocupada —dijo Santa—.<br />

¿Qué ha pasado ahora?<br />

—Me temo que Ignatius está metido en un lío que es mucho peor que<br />

una simple foto en el periódico —cuchicheó la señora Reilly—. No puedo<br />

hablar por teléfono. Tenías toda la razón, Santa. Hay que meter a Ignatius en<br />

el Hospital de Caridad.<br />

—Vaya, por fin. Te lo he estado diciendo hasta quedarme ronca. Claude

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