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—Déjele en paz, señora Reilly. ¿Llegaremos al fondo del asunto?<br />

—Ayúdeme, señor —balbució Ignatius, amarrándose histriónicamente a<br />

las solapas de la chaqueta deportiva del señor Levy—. Sólo Fortuna sabe lo<br />

que ella hará conmigo. Conozco demasiado bien sus sórdidas imaginaciones.<br />

Tiene que eliminarme, claro. ¿Se le ha ocurrido a usted hablar con la señorita<br />

Trixie? Ella sabe más de lo que usted cree.<br />

—Eso es lo que dice mi mujer, pero nunca la he creído. La señorita<br />

Trixie es muy vieja, demasiado. No creo que sea capaz de escribir ni una lista<br />

de <strong>com</strong>pras para la tienda.<br />

—¿Vieja? —preguntó la señora Reilly—. ¡Ignatius! Me dijiste que en<br />

Levy Pants trabajaba una chica muy guapa llamada Trixie. Me dijiste que os<br />

entendíais muy bien. Ahora resulta que es una abuela que ya no puede ni<br />

escribir. ¡Ignatius!<br />

Era más triste de lo que el señor Levy había pensado al principio. Aquel<br />

pobre hombre había intentado convencer a su madre de que tenía novia.<br />

—Por favor —susurró Ignatius al señor Levy—. Venga a mi cuarto.<br />

Tengo que enseñarle una cosa.<br />

—No crea una palabra de lo que le diga —dijo la señora Reilly mientras<br />

su hijo arrastraba al señor Levy al interior del mohoso aposento.<br />

—Déjele en paz —dijo el señor Levy a la señora Reilly con cierta<br />

firmeza. Aquella mujer no le daba ni una oportunidad a su hijo. Era casi tan<br />

mala <strong>com</strong>o su esposa. No era raro que Reilly fuese el desastre que era<br />

Luego, la puerta se cerró tras ellos, y el señor Levy empezó de pronto a<br />

sentir náuseas. En aquel dormitorio olía a hojas de té rancias, un olor que le<br />

recordó la tetera que León Levy tenía siempre junto al codo, la jarra de<br />

porcelana delicadamente cuarteada, en cuyo fondo había siempre residuos de<br />

hojas hervidas. Se acercó a la ventana y abrió la persiana, pero al mirar hacia<br />

afuera, sus ojos se encontraron con los de la señorita Annie, que le miraba por<br />

entre las lamas de la suya. Dio la espalda a la ventana y vio que Reilly hojeaba<br />

un cuaderno de hojas sueltas.<br />

—Aquí está —dijo Ignatius—. Estas son algunas de las notas que tomé<br />

cuando trabajaba en su empresa. Demostrarán lo mucho que yo estimaba Levy<br />

Pants, más que la vida misma, demostrarán que yo consagraba todas mis horas<br />

de vigilia a idear medios de ayudar a su empresa. Y tenía visiones muchas<br />

noches. Fantasmas de Levy Pants revoloteaban gloriosamente por mi psique<br />

adormecida. Yo jamás escribiría una carta <strong>com</strong>o ésta. Yo amaba Levy Pants.<br />

Mire, lea esto, caballero.<br />

El señor Levy tomó la hoja suelta y, donde el gordo dedo índice de<br />

Reilly indicaba una línea, leyó: «Hoy, nuestra oficina se vio honrada al fin con<br />

la presencia de nuestro amo y señor, G. Levy. A decir verdad, me pareció un

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