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pública con aquella gente incontrolable. El ardor de estómago estaba<br />

desbordando los límites del pecho.<br />

La mujer del pelo castaño había caído de rodillas y clamaba al cielo:<br />

—¿Qué mal he hecho yo, Dios mío? Dime, Señor. Yo he sido buena.<br />

—¡Estás arrodillándote en la tumba de Rex! —gritó Ignatius—. Ahora<br />

dime qué habéis estado haciendo tú y ese libertino maccarthysta.<br />

Probablemente pertenezcáis a alguna célula política secreta. No es raro que me<br />

haya visto bombardeado con esos panfletos de caza de brujas. No es raro que<br />

me siguieran anoche. ¿Dónde está esa casamentera de la Battaglia? ¿Dónde<br />

está, dime? Habría que azotarla. Todo este asunto es un golpe dirigido contra<br />

mí, un plan diabólico para quitarme de en medio. ¡Dios santo! Aquel pájaro<br />

debía estar sin duda adiestrado por una banda de fascistas. Son capaces de<br />

cualquier cosa.<br />

—Claude ha estado cortejándome —dijo desafiante la señora Reilly.<br />

—¿Qué? —atronó Ignatius—. ¿Pretendes decirme que has estado<br />

permitiendo que un viejo te manosease?<br />

—Claude es un buen hombre. Lo único que ha hecho ha sido cogerme<br />

de la mano unas cuantas veces.<br />

Los ojos azules y amarillos bizquearon coléricos. Las manazas<br />

bloquearon las orejas para no tener que seguir oyendo.<br />

—Sólo Dios sabe qué deseos innombrables tiene ese hombre. No me<br />

digas toda la verdad, por favor. Podría darme un ataque.<br />

—¡Cállense! —gritó la señorita Annie desde detrás de sus persianas—.<br />

Están viviendo ustedes de prestado en esta calle.<br />

—Claude no es listo pero es un buen hombre. Es bueno con su familia,<br />

y eso es lo que cuenta. Santa dice que le gusta eso de los <strong>com</strong>unistas porque se<br />

siente solo. Porque no tiene otra cosa que hacer. Si me pidiera que me casara<br />

con él en este momento, le diría: «De acuerdo, Claude». Sí, hijo, sí. No lo<br />

pensaría dos veces. Tengo derecho a que alguien me trate <strong>com</strong>o es debido<br />

antes de morir. Tengo derecho a no tener que estar obsesionada pensando de<br />

dónde va a venir el dinero. Cuando Claude y yo fuimos a recoger tu ropa en el<br />

hospital y la enfermera jefe nos entregó tu cartera con casi treinta dólares<br />

dentro, bueno... eso fue la última gota. Todas tus locuras eran ya bastante cruz<br />

para mí, pero eso de que no le entregases el dinero a tu pobre mamá...<br />

—Necesitaba ese dinero para ciertos propósitos.<br />

—¿Para qué? ¿Para andar por ahí con mujerzuelas? —la señora Reilly<br />

se levantó laboriosamente de la tumba de Rex—. No sólo estás loco, Ignatius.<br />

Eres malo, además.<br />

—¿Piensas en serio que ese libertino de Claude quiere casarse? —<br />

balbuceó Ignatius, cambiando de tema—. Te arrastrará de un motel apestoso a

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