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viento blancos. Ignatius, furioso, examinó los cuadros un rato, sin decir nada,<br />

soio, pues las señoras habían retrocedido apartándose de la valla, y habían<br />

formado <strong>com</strong>o un pequeño agrupamiento protector. El carro había quedado<br />

también abandonado sobre las losas, a unos metros del miembro más reciente<br />

del gremio artístico.<br />

—¡Oh, Dios! —gritó Ignatius después de haber peregrinado arriba y<br />

abajo por la valla—. ¿Cómo se atreven a presentar estos abortos al público?<br />

—Siga su camino, señor, tenga la bondad —dijo una señora audaz.<br />

—Las magnolias no son así —dijo Ignatius, dando una estocada con el<br />

sable a una ofensiva magnolia al pastel—. Ustedes, señoras, necesitan un<br />

curso de botánica, y puede que también de geometría.<br />

—Usted no tiene por qué mirar nuestras obras —dijo una voz irritada<br />

del grupo, la voz de la dama que había dibujado la magnolia en cuestión.<br />

—¡Por supuesto que sí! —gritó Ignatius—. Ustedes, señoras, necesitan<br />

un crítico con cierto gusto y con cierta decencia. ¡Dios santo! ¿Quién de<br />

ustedes hizo esta camelia? Díganme. El agua de este cuenco parece aceite de<br />

automóvil.<br />

—Déjenos en paz —dijo una voz aguda.<br />

—Ustedes, señoras, harían mejor dejando de dar tés y meriendas y<br />

dedicándose a aprender a dibujar —atronó Ignatius—. En primer lugar, tienen<br />

que aprender a manejar el pincel. Yo propondría que se reuniesen todas y que<br />

pintasen una casa para empezar.<br />

—Vayase usted.<br />

—Si les hubieran encargado a «artistas» <strong>com</strong>o ustedes la decoración de<br />

la Capilla Sixtina, habría acabado pareciendo una estación de tren de lo más<br />

vulgar —masculló Ignatius.<br />

—No estamos dispuestas a dejarnos insultar por un vendedor sin<br />

educación —dijo altaneramente una portavoz de la banda de los grandes<br />

sombreros.<br />

—¡Comprendo! —gritó Ignatius—. Ya veo que son ustedes las que<br />

calumnian a los vendedores de salchichas.<br />

—Está loco.<br />

—Qué hombre tan ordinario.<br />

—Qué grosero.<br />

—No le demos pie.<br />

—No le queremos aquí —dijo la portavoz, con acritud y sencillez.<br />

—¡Es natural! —rezongó Ignatius—. Es evidente que temen a alguien<br />

con un cierto contacto con la realidad, que puede describirles verazmente los<br />

ultrajes que han hecho en esos lienzos.<br />

—Vayase, por favor —ordenó la portavoz

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