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deprimente. Coja ese teléfono y resérveme ahora mismo hotel para el Derby.<br />

No se era muy exigente en Levy Pants. La puntualidad era motivo<br />

suficiente para el ascenso. El señor González se convirtió en jefe<br />

administrativo y pasó a controlar a los pocos y alicaídos oficinistas que<br />

quedaban a sus órdenes. Nunca lograba, en realidad, recordar los nombres de<br />

sus administrativos y mecanógrafas. A veces, parecían renovarse casi a diario,<br />

con la excepción de la señorita Trixie, la octogenaria ayudante de contabilidad<br />

que llevaba casi medio siglo copiando deficientemente números en los libros<br />

de contabilidad de Levy. Llevaba incluso puesta la visera verde de celuloide<br />

en el camino de ida y vuelta al trabajo, gesto que el señor González<br />

interpretaba <strong>com</strong>o símbolo de lealtad a Levy Pants. Los domingos llevaba a<br />

veces la visera a la iglesia, confundiéndola con un sombrero. La había llevado<br />

puesta incluso en el funeral de su hermano, donde se la arrancó de la cabeza su<br />

cuñada, más alerta y algo más joven. Pero la señora Levy había dado orden de<br />

que se retuviese a la señorita Trixie, pasara lo que pasara.<br />

El señor González pasó un paño por su escritorio y pensó (tal <strong>com</strong>o<br />

hacía todas las mañanas a aquella hora en que la oficina aún estaba fría y<br />

desierta y las ratas del muelle se divertían jugando frenéticamente allí dentro)<br />

en la felicidad que le había proporcionado su relación con Levy Pants. En el<br />

río se deslizaban entre la niebla los cargueros, pitándose unos a otros, y el<br />

rumor de sus penetrantes sirenas retumbaba entre los oxidados archivadores de<br />

la oficina. Junto a él, la pequeña estufa rechinaba y restallaba a medida que<br />

sus piezas iban calentándose y dilatándose. El señor González escuchaba<br />

inconscientemente todos los sonidos que habían presidido el inicio de su<br />

jornada durante veinte años y encendió el primero de los diez cigarrillos que<br />

fumaba: todos los días. Una vez apurado el cigarrillo hasta el filtro, lo dejó y<br />

vació el cenicero en la papelera. Le gustaba impresionar al señor Levy con la<br />

limpieza de su escritorio.<br />

Junto a su mesa estaba el escritorio de fuelle de la señorita Trixie.<br />

Todos los cajones medio abiertos estaban llenos de periódicos viejos. Entre las<br />

pequeñas formaciones esféricas de pelusa que había bajo la mesa, había<br />

instalado un trozo de cartón a modo de cuña en una de las esquinas, para<br />

nivelarla. Ocupaban la silla, en vez de la señorita Trixie, una bolsa de papel<br />

marrón llena de trozos de telas viejas y un rollo de bramante. En la mesa había<br />

colillas que habían caído del cenicero. Este era un misterio que el señor<br />

González nunca había sido capaz de aclarar, pues la señorita Trixie no<br />

fumaba. Le había pedido varias veces que se lo aclarara, pero jamás había<br />

recibido una respuesta coherente. El sector de la señorita Trixie tenía algo<br />

magnético, atraía todos los desechos que hubiera en la oficina, y cuando<br />

faltaban plumas, gafas, bolsos o encendedores, normalmente podían hallarse

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