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Cuando terminó la película, gritó:<br />

—¡Bajo esa cara típicamente norteamericana, ella es, en realidad, Rose<br />

de Tokio!<br />

Aunque quería quedarse para verla otra vez, recordó al golfillo. Ignatius<br />

no quería destruir algo bueno. Necesitaba a aquel muchacho. Sorteó las cuatro<br />

cajas vacías de palomitas de maíz que había acumulado delante de su asiento<br />

durante la película. Se sentía <strong>com</strong>pletamente enervado. Sus emociones estaban<br />

exhaustas. Jadeando, subió por el pasillo y salió a la claridad de la calle. Allí,<br />

junto a la parada de taxis del hotel Roosevelt, George vigilaba, ceñudo, el<br />

carro.<br />

—Dios mío —dijo—. Creí que no ibas a salir nunca de ahí. ¿Pero qué<br />

clase de cita tenías? Fuiste a ver una película.<br />

—Por favor —suspiró Ignatius—. Acabo de pasar por un trauma.<br />

Lárgate a toda prisa. Nos encontraremos mañana a la una entre Canal v Royal.<br />

—Está bien, profe —George cogió los paquetes y empezó a alejarse—.<br />

La boca cerrada, ¿eh?<br />

—Ya veremos —dijo con dureza Ignatius<br />

Comió un bocadillo de salchicha con manos temblorosas y atisbo la<br />

fotografía que tenía en el bolsillo. Desde arriba, la figura de la mujer parecía<br />

aún más firme, más de matrona. ¿Una profesora de historia romana arruinada,<br />

quizás? ¿Una medievalista sin trabajo? Si enseñase la cara. Tenía un aire de<br />

soledad, de distanciamiento, de placer sensual solitario y erudito que le atraía<br />

muchísimo. Examinó el trozo de papel de envolver donde había una dirección.<br />

Calle Bourbon. Aquella mujer extraviada estaba en manos de explotadores<br />

<strong>com</strong>erciales. Qué personaje ideal para el Diario. Aquella obra, pensaba<br />

Ignatius, se quedaba un poco corta en el apartado sensual. Necesitaba una<br />

buena inyección de alusiones insinuantes. Quizá las confesiones de aquella<br />

mujer pudieran animar un poco la cosa.<br />

Entró en el Barrio Francés y, durante un instante, incontrolable y muy<br />

fugaz, caviló sobre una cuestión. Sobre cómo mordería Myrna el borde de la<br />

taza de exprés, muerta de envidia. Describiría cada instante de sensualidad con<br />

su mujer erudita. Dados sus antecedentes y su visión boeciana del mundo,<br />

aquella mujer vería con un criterio muy estoico y fatalista las torpezas y<br />

disparates sexuales que pudiera <strong>com</strong>eter. Sería <strong>com</strong>prensiva. «Se buena», le<br />

diría Ignatius en un suspiro. Myrna probablemente abordase el sexo con la<br />

misma vehemencia y la misma seriedad con que se lanzaba a la protesta<br />

social. Cómo se angustiaría cuando Ignatius describiese sus más tiernos<br />

placeres.<br />

«¿Me atrevo?», se preguntó Ignatius, lanzando, distraído, el carro contra<br />

un coche aparcado. La manilla se le hundió en el estómago y eructó. No le

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