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—Bueno, pero no me apetece nada hablar con él —dijo Ignatius; cogió
el teléfono y, con una voz engolada llena de acentos londinenses, dijo—: Sí.
—¿Señor Reilly? —preguntó un hombre.
—El señor Reilly no está.
—Habla Gus Levy —al fondo, una voz de mujer decía: «Veamos lo que
vas a decir. Otra oportunidad a la basura. El psicópata se ha escapado».
—Lo siento muchísimo —explicó Ignatius—. Al señor Reilly le
llamaron de fuera de la ciudad esta tarde para un asunto muy urgente. Bueno,
en realidad, está en el hospital para enfermos mentales del estado, en
Mandeville. Tras el malévolo despido de que fue objeto en la empresa de
usted, ha tenido que hacer frecuentes visitas a Mandeville. Su personalidad
quede muy afectada. Es posible que reciba usted algunas facturas de su
psiquiatra. Son bastante escalofriantes, se lo advierto.
—¿Dice que perdió el juicio?
—Violenta y totalmente. Lo pasamos muy mal con él aquí. La primera
vez que fue a Mandeville, tuvimos que transportarle en un coche blindado.
Como usted sabe, tiene una psique muy grandiosa. Esta tarde, sin embargo, se
fue en una ambulancia del estado.
—¿Puede recibir visitas en Mandeville?
—Claro, por supuesto. Vaya usted a verle. Y llévele pastas.
Ignatius colgó, puso una moneda de veinticinco centavos en la palma de
la mano de su madre, que seguí-i gimiendo con los ojos cerrados, y enfiló
hacia su cuarto. Antes de abrir la puerta, se detuvo para enderezar el letrero
PAZ A LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD, fijado con chinchetas en
la madera despintada.
Todas las señales apuntaban arriba. Su rueda giraba ahora hacia el cielo.