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lanolina, el celofán» el plástico, la televisión y las circunscripciones.<br />

—Ignatius, eso no es verdad. ¿No te acuerdas del señor Becnel, aquel<br />

que vivía al final de la calle? Le encerraron porque salió corriendo a la calle<br />

desnudo.<br />

—Pues claro que salió corriendo a la calle desnudo. Qué iba a hacer. Su<br />

piel ya no podía soportar la ropa de nylon que le bloqueaba los poros. Yo<br />

siempre he considerado al señor Becnel uno de los mártires de nuestro siglo.<br />

Fue una pobre víctima. Ahora, corre a la puerta y mira a ver si ha llegado mi<br />

taxi.<br />

—¿De dónde sacas tú dinero para un taxi?<br />

—Tenía unos centavos escondidos en el colchón —contestó Ignatius.<br />

Había conseguido sacarle mediante amenazas otros diez dólares al<br />

golfillo, obligándole además a vigilar el carro mientras él pasaba la tarde en el<br />

cine viendo una película sobre adolescentes que hacían carreras con coches<br />

trucados. El golfillo era un descubrimiento, no había duda. Un regalo<br />

mandado por Fortuna para enmendar todos sus malos giros anteriores<br />

—Vete a mirar por la ventana.<br />

Se abrió la puerta y apareció Ignatius con sus mejores galas de pirata.<br />

— ¡Ignatius!<br />

—Ya supuse que reaccionarías así. Por eso he tenido ocultos todas estas<br />

prendas en Vendedores Paraíso, Incorporated.<br />

—Angelo tenía razón —gimió la señora Reilly—. Has andado todos<br />

estos días por la calle vestido <strong>com</strong>o si fuera Martes de Carnaval.<br />

—Un pañuelo aquí. Un sable allá. Uno o dos detalles hábiles y de buen<br />

gusto. Nada más. Pero el efecto global es encantador.<br />

—¡No puedes salir con esa facha! —gritó la señora Reilly.<br />

—Por favor. Otra escena histérica no. Desbaratarías todas las ideas que<br />

están estructurándose en mi mente sobre la conferencia que he de pronunciar.<br />

—-Vuelve a esa habitación, hijo —la señora Reilly empezó a pegarle a<br />

Ignatius en los brazos—. Vuelve ahí dentro, Ignatius. Estoy hablando en serio,<br />

hijo. No puedes darme un disgusto <strong>com</strong>o éste.<br />

—-¡Dios santo! Madre, basta ya. No estaré en condiciones de<br />

pronunciar el discurso.<br />

—¿Qué clase de discurso será ése? ¿Adonde vas, Ignatius? ¡Dímelo,<br />

hijo mío! —la señora Reilly abofeteó a su hijo—. No saldrás de esta casa,<br />

loco, que estás loco.<br />

—Oh, Dios santo. ¿Te has vuelto loca tú? Déjame en paz ahora mismo.<br />

No sé si te habrás fijado en el sable que llevo al cinto.<br />

Un golpe alcanzó a Ignatius en la nariz: otro, le aterrizó en el ojo<br />

derecho. Retrocedió por el pasillo, abrió las largas persianas y salió corriendo

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