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—Señor, Señor, voy a ver si Santa está bien. Pobrecilla. A lo mejor se<br />

ha quemado en la cocina. Santa anda siempre quemándose. No tiene ningún<br />

cuidado con el fuego, sabe.<br />

—Si se hubiera quemado, gritaría.<br />

—No, Santa no. Es muy valiente. Nunca se queja. Es esa sangre italiana<br />

vigorosa.<br />

—¡Dios santo! —gritó el señor Robichaux, poniéndose en pie de un<br />

salto—. ¡Pero si es él!<br />

—¿Qué? —preguntó aterrada la señora Reilly y, girándose, vio a Santa<br />

y a Angelo, allí a la entrada de la sala—. Ves, Santa. Sabía que pasaría esto.<br />

Señor, ya tengo los nervios disparados. Debería haberme quedado en casa.<br />

—Si no fuera usted un asqueroso policía, le partiría las narices —le<br />

gritó el señor Robichaux a Angelo.<br />

—Bueno, cálmese, Claude —dijo Santa muy pausada—. Angelo no<br />

quería hacerle ningún daño.<br />

—Me hundió, ese <strong>com</strong>unista.<br />

El patrullero Mancuso tosió violentamente. Parecía deprimido. Se<br />

preguntaba qué cosa horrible iría a sucederle a continuación.<br />

—Oh, Dios mío, será mejor que me vaya —dijo desesperada la señora<br />

Reilly—. Lo que más necesito yo en este momento es una pelea. Saldríamos<br />

todos en el periódico. Entonces sí que se pondría contento Ignatius.<br />

—¿Cómo me trajo usted aquí? —preguntó el señor Robichaux furioso a<br />

Santa—. ¿Qué es esto?<br />

—Santa, cariño, ¿querrías llamarme un taxi?<br />

—Cállate de una vez, Irene —contestó Santa—. Escuche, Claude,<br />

Angelo dice que siente mucho haberle detenido.<br />

—Eso no significa nada. Es demasiado tarde para eso. Quedé<br />

deshonrado frente a mis nietos.<br />

—No se enfade usted con Angelo —suplicó la señora Reilly—. Fue<br />

todo culpa de Ignatius. Es de mi propia sangre, pero tiene una pinta tan rara<br />

cuando sale... Angelo debería haberle encerrado.<br />

—Eso mismo —añadió Santa—. Mire lo que le dice Irene, Claude. Y<br />

tenga cuidado, no vaya a pisar mi bonito fonógrafo.<br />

—Si Ignatius hubiera sido amable con Angelo, no habría pasado nada<br />

de lo que pasó —explicó la señora Reilly a su público—. Fíjese el catarro que<br />

ha cogido el pobre Angelo. Lleva una vida muy dura, Claude.<br />

—Cuéntaselo, chica, cuéntaselo —dijo Santa—. Angelo cogió ese<br />

catarro por haberle detenido a usted, Claude.<br />

Santa blandió un dedo gordinflón hacia el señor Robichaux, un poco<br />

acusadoramente.

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