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El vendedor dijo algo fría y quedamente George no pudo entenderle,<br />

pero duró largo rato.<br />

—A mí no me importa que tu madre se drogue —contestó el viejo—.<br />

No quiero oír más cuentos sobre ese accidente de automóvil y tus sueños y tu<br />

condenada novia. Lárgate ya, babuino. Hoy quiero cinco dólares <strong>com</strong>o<br />

mínimo.<br />

Con un empujón del viejo, el vendedor rodó hasta la esquina<br />

desapareció por la Calle St. Charles. En cuanto el viejo volvió al garaje,<br />

George salió detrás el carro.<br />

Ignatius, sin darse cuenta de que le seguían, lanzó el carro entre el<br />

tráfico por St. Charles abajo, camino del Barrio Francés. Se había quedado<br />

trabajando hasta tan tarde la noche anterior, preparando la conferencia para la<br />

asamblea constituyente, que no había podido despegarse de sus amarillentas<br />

sábanas casi hasta el mediodía, e incluso entonces sólo había podido<br />

despertarse gracias a los violentos chillidos y porrazos en la puerta de su<br />

madre. Ahora que estaba ya en la calle, tenía un problema. La <strong>com</strong>edia<br />

refinada se estrenaba precisamente este día en el RKO Orpheum. Había<br />

logrado sacarle a su madre doce centavos para el transporte de vuelta a casa,<br />

aunque hasta eso le había regateado. Tenía que vender, fuese <strong>com</strong>o fuese, y<br />

deprisa, cinco o seis bocadillos, aparcar el carro en algún sitio y entrar en<br />

aquel cine para que sus incrédulos ojos bebieran cada blasfemo instante<br />

tecnicoloreado.<br />

Perdido en sus cavilaciones sobre posibles medios de obtener dinero,<br />

Ignatius no advirtió que hacía un rato que su carro viajaba en una línea recta<br />

continuada. Cuando intentó arrimarse más al bordillo, el carro no aceptó<br />

inclinarse lo más mínimo hacia la derecha. Ignatius paró y vio que una de las<br />

ruedas de bicicleta estaba encajada en el surco de la vía del tranvía. Intentó<br />

desenganchar la rueda, pero el carro pesaba demasiado para que resultara fácil<br />

aquella maniobra. Se agachó e intentó levantar el carro de un lado. Cuando<br />

deslizaba las manos bajo el gran panecillo de lata, oyó entre la niebla ligera el<br />

rumor de un tranvía que se aproximaba. En sus manos aparecieron los bultitos<br />

duros y la válvula, tras titubear un instante frenético, se cerró de golpe.<br />

Ignatius tiró hacia arriba furioso. La rueda de bicicleta se desenganchó de la<br />

vía, se alzó hacia arriba, se balanceó en el aire' unos segundos y quedó<br />

horizontal al volcar el carro lateralmente con un gran estruendo. Una de las<br />

tapitas del panecillo de lata se abrió, depositando en la calle unas cuantas<br />

salchichas humeantes.<br />

—¡Oh, Dios mío! —murmuró Ignatius, viendo que la silueta del tranvía<br />

iba formándose a media manzana de distancia—. ¿Qué diabólico truco usa<br />

ahora conmigo Fortuna?

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