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Saramago, Jose - La caverna - Telefonica.net

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ansiedades del cuerpo y del espíritu, y que para un hombre en la<br />

situación en que él se encuentra y a quien la vida ya no reserva<br />

triunfos industriales y artísticos de primera o segunda importancia,<br />

tener todavía una mujer a quien querer y que ya ha confesado<br />

corresponderle el amor, es la más excelsa de las bendiciones y de las<br />

suertes. Será no conocer a Cipriano Algor. Así como ya nos había dicho<br />

que un hombre no le pide a una mujer que se case con él si ni siquiera<br />

tiene medios para garantizar su propia subsistencia, también ahora<br />

nos diría que no ha nacido para aprovecharse de circunstancias<br />

beneficiosas y comportarse como si un supuesto derecho a las<br />

satisfacciones resultantes de ese aprovechamiento, aparte de<br />

justificado por las cualidades y virtudes que lo exornan, le fuese<br />

igualmente debido por el hecho de ser hombre y haber puesto su<br />

atención de hombre y sus deseos en una mujer. Dicho con otras<br />

palabras, más francas y directas, Cipriano Algor no está dispuesto,<br />

aunque le cueste todas las penas y amarguras de la soledad, a<br />

representar ante sí mismo el papel del sujeto que periódicamente<br />

visita a la amasia y regresa sin más sentimentales recuerdos que los<br />

de una tarde o una noche pasadas agitando el cuerpo y sacudiendo los<br />

sentidos, dejando a la salida un beso distraído en una cara que ha<br />

perdido el maquillaje, y, en el caso particular que nos viene ocupando,<br />

una caricia en la cabeza de un canino, Hasta la próxima, Encontrado.<br />

Con todo, aún tiene Cipriano Algor dos recursos para escapar de la<br />

prisión en que de súbito vio convertirse el apartamento, por no hablar<br />

del simple y poco duradero paliativo que sería acercarse de vez en<br />

cuando a la ventana y mirar el cielo tras los cristales. El primer recurso<br />

es la ciudad, esto es, Cipriano Algor, que siempre vivió en el<br />

insignificante pueblo que apenas conocimos y que de la ciudad no<br />

conoce nada más que aquello que quedaba en su trayecto, podrá<br />

ahora gastar su tiempo paseando, vagueando, dando aire a la pluma,<br />

expresión figurada y caricaturesca que debe de venir de un tiempo<br />

pasado, cuando los hidalgos y los señores de la corte usaban plumas<br />

en los sombreros y salían a tomar el aire con ellos y con ellas. También<br />

tiene a su disposición los parques y jardines públicos de la ciudad<br />

donde se suelen reunir hombres de edad por las tardes, hombres que<br />

tienen la cara y los gestos típicos de los jubilados y de los<br />

desempleados, que son dos modos distintos de decir lo mismo. Podría<br />

juntarse y compadrear con ellos, y entusiásticamente jugar a las cartas<br />

hasta la caída de la tarde, hasta que ya no le sea posible a sus ojos<br />

miopes distinguir si las pintas todavía son rojas o ya se han vuelto<br />

negras. Pedirá la revancha, si pierde, la concederá, si gana, las reglas<br />

en el jardín son simples y se aprenden deprisa. El segundo recurso,<br />

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