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2010_CEOCB_monografia Celaya.pdf - Inicio

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(26 de septiembre de 1999)<br />

Aquélla Carpa “Ofelia”, año de 1927<br />

Ese domingo amaneció más azul que ningún otro día del verano. La luz parecía fluir a<br />

raudales de las entrañas de la tierra. Nadie se lo esperaba, los relojes iban a marcar el inicio de las<br />

horas más negras de la historia reciente. La primera de dos explosiones ocurrió unos segundos<br />

antes de las once, cuando en la Abarrotera <strong>Celaya</strong>, propiedad de los comerciantes Ignacio Ojeda y<br />

Angélica Vargas –aledaña a la central de abastos- ocurrió el gigantesco estallido de millones de<br />

cohetes y demás artefactos pirotécnicos ilícitamente allí almacenados. La segunda vino unos minutos<br />

después, causando daños y muertes como nunca antes se había visto en la región, por esta<br />

causa. Las ambulancias se dejaron escuchar, lúgubres y constantes, por toda la ciudad, en las homilías<br />

y a la salida de los templos, la gente sólo hablaba de esto. Las especulaciones iban de boca en<br />

boca y de dimensión en dimensión, sin que la hipérbole hiciera falta, pues pronto veríamos cómo<br />

la realidad era más grande que lo que se pudiera suponer. De golpe, se supo que fueron 38 los<br />

muertos, después que 55. Pero en 2007, la cifra se cerró en 78, más 5 mutilados de por vida y un<br />

número no determinado de desaparecidos. Desde el principio, las causas se hicieron evidentes:<br />

corrupción, descuido, tolerancia gubernamental, aparte de la irresponsabilidad y voracidad de<br />

quienes guardaban toneladas de estos artefactos en los sótanos. Mas la memoria retoma el camino<br />

del vuelo para volver a aquel día señalado: La gente no cabía en los hospitales, preguntando por un<br />

familiar, algún amigo, un conocido. El ojo del recuerdo observa cómo súbitamente el aire se llenó<br />

de un espeso aroma a pólvora, el mismo que respiraban las personas cuando se tropezaron con la<br />

novedad de la tragedia. Toda la calle Antonio Plaza, desde la Avenida de los Constituyentes hasta<br />

el boulevard Adolfo López Mateos, era un río de lamentos, un corredor por el que transitaban las<br />

ambulancias y los grupos de voluntarios en busca de sobrevivientes o de muertos. El cráter del<br />

trueno se veía a distancia, las ruinas de la periferia eran estremecedoras: cortinas de acero retorcidas,<br />

fuertes muros de concreto derrumbados, cuerpos mutilados aquí y allá. Como en todas las<br />

ciudades de México y aun del mundo, el área de las estaciones o paraderos de autobuses es zona<br />

comercial, porque la gente acude allí a comprar o vender, comer o sencillamente pasear mirando<br />

los comercios. Allí se encontraba la Abarrotera de <strong>Celaya</strong>, entre las calles de Felipe Ángeles y Antonio<br />

Plaza, tienda dedicada a la venta de alimentos, pero que en su apariencia, no era sino una<br />

enorme distribuidora de juegos pirotécnicos de procedencia incierta, los cuales mantenía escondidos<br />

debajo de la tierra, en espera de mejores tiempos para su ilegal comercialización. Entonces,<br />

era presidente municipal el señor Ricardo Suárez Inda, gobernador de Guanajuato, el abogado<br />

jalisciense Ramón Martín Huerta, quien sustituía en el cargo a Vicente Fox Quesada, por andar éste<br />

en campaña de proselitismo para alcanzar la Presidencia de la República. Sin embargo, aunque las<br />

leyes son muy claras en el sentido de quién es responsable de los permisos para venta de materiales<br />

explosivos, ninguno de los funcionarios aludidos, a excepción del alcalde celayense, jamás fue<br />

llamado a declarar. Prefirieron el silencio a hacerle frente a la responsabilidad; la comodidad de un<br />

puesto público a tenderle la mano a quienes todo lo perdieron.<br />

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