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Las Raíces del Viento, Monografía de <strong>Celaya</strong><br />
52<br />
habitarían el pueblo, adjunto a la aldea de Nattahí y a media legua del antiguo pueblo al que se le<br />
decía de La Asumpción. A media legua, según la traza del doctor de Sandi, y sobre una suave elevación,<br />
donde ya estaba dibujada la iglesia y las casas de gobierno, amén de muchas fincas para los<br />
hombres que desde hacía por lo menos cuarenta año cultivaban la tierra y criaban buenas vacas,<br />
pese a los continuos arrebatos de los que ellos llamaban “Chichimecas”. “La gobernación de toda<br />
la Nueva España está en mis manos, pero estos últimos meses he estado solo decidiendo cosas,<br />
mientras el Virrey al frente de más de mil hombres armados recorría la tierra, con miras a darle un<br />
escarmiento a los alzados”.<br />
El papel ya estaba escrito, sólo faltaba que se secara un poco para pasarlo a firma.<br />
“Tendrá que ser Zalaya, igual que aquella tierra de Ezcaray, en Pamplona, donde yo, al<br />
igual que el doctor de Sandi, vine al mundo. Él me ha sugerido que la bauticemos como Villa de<br />
Nuestra Señora de la Concepción de Zalaya, en honor de la imagen que allá veneran. Yo soy poco<br />
religioso y la única María que adoro es María Dorotea Rayón, pero le hago caso”.<br />
Le respondió al Virrey, quien realmente le tenía un gran afecto y toda la confianza a<br />
este Juan de Cueva, al que algunos ya desde entonces confundían con el joven y ya célebre poeta<br />
sevillano de la Cueva, de nombre igual, sólo que uno gran autor de versos y el otro apenas regular<br />
lector. “Zalaya, la pradera de mis arroyos y mis flores junto a Peña Zalaya, donde mi padre cultivaba<br />
un campo, soñando que un día saldrían de su pobreza”. Se puso a releer el acta, la cual le<br />
presentaría esa misma tarde al Virrey, antes de que éste saliera a cumplir la visita anunciada al<br />
Arzobispo Alonso de Montúfar para transmitirle los deseos de los religiosos franciscanos de que<br />
fuera el obispo de Michoacán, fray Juan de Medina, el que mandara sobre la nueva población,<br />
administrada, en lo espiritual, por ellos mismos, y ya no por aquel par de agustinos. “Ya casi está.<br />
Sólo hay que corregirla. Con esto de las “apariciones”, todo el reino se ha puesto de cabeza. Han<br />
pasado ya más de treinta años de que al indio Juan Diego le habló la Virgen, pero como si hubiera<br />
sido ayer u hoy por la mañana. La gente anda fuera de su juicio, imaginándose mil maravillas y<br />
gracias concedidas por la pintura que el indio le entregó a fray Juan de Zumárraga ¡otro lobo!...<br />
Pero en fin, tengo que alcanzar a Su Excelencia antes de que parta a dar el visto bueno a la copia<br />
que monseñor Montúfar le enviará a Don Felipe, quien en estos días se prepara para el combate<br />
contra el turco Alí Pachá. Cuentan que el Golfo de Lepanto ya hierve de banderolas y navíos frente<br />
a Constantinopla, de uno y otro bando, como midiéndose las malas intenciones, como a la acechanza<br />
de algo superior, como esperando que les ordenen abrir fuego”.